Encuentro con Rebeca (Fragmento) – Parte I
Por Carlos Alberto Nacher
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Por la tarde, a la hora en que las manecillas de los relojes se juntan en la zona más austral de ellos, Farfisa sale de su casa.
Es una hora que se vuelve contra uno mismo. Es de día aunque por poco tiempo, pero no es de noche. La calma rodea a las cosas. Los objetos del interior de la casa de Farfisa son observados por él momentos antes de salir. Contra la pared, el reloj de pie está casi estático para la percepción del hombre, que en un período de dos segundos no puede visualizar movimiento alguno en el minutero. Sin embargo, se movió. Farfisa lo mira, mira también el cuadro del paisaje montañoso, abre la puerta y sale. Antes de cerrar la puerta vuelve a entrar. Mira una vez más al cuadro y al reloj: algo raro está pasando. Ambos objetos están inmóviles, como si no estuvieran vivos o bien como si estuvieran vivos pero no pueden animarse por sí mismos, sino que necesitan de la intervención de otros para animarse (son casi como seres humanos, piensa Farfisa). Vuelve a salir y entrar de inmediato. Nada. Todo quieto como en los momentos recientes, previo a la salida. Farfisa tiene ganas de salir a caminar, pero no puede dejar a la casa en estas condiciones: estaría intranquilo todo el tiempo hasta volver.
Cierra los ojos y cuenta de 20 a -20. Ya en el -10 escucha ruidos a su alrededor. Al llegar a -20 abre los ojos y por fin puede calmarse: el reloj está apoyado en la pared opuesta y el cuadro montañoso ahora es un lago con una niña tripulando un bote.
Sale. Cierra la puerta con llave y se para de frente a la calle, dándole la espalda a la puerta, al reloj de pie y al cuadro quienes, ahora que Farfisa salió, aprovechan para quedarse quietos.
Tira la moneda, sale del lado que dice «República Argentina, en unión y libertad, casa de la moneda, etc.». Entonces camina hacia la derecha.
Enfrente, los mares infinitos colgados de la terraza de una casa blanca siguen con su oleaje perpetuo. Pasan algunos peatones. Un peatón deja de serlo al subirse a un auto estacionado. Luego se baja y vuelve a serlo, aunque ya no es el mismo peatón de antes, ahora es un peatón con auto propio, es peatón porque quiere, no por necesidad. «Peatones eran los de antes» piensa Farfisa, «Hasta los caballos eran peatones. Ahora ya no se ven caballos caminando, ni siquiera andando en auto». Desde unas rejas negras con algo así como filetes metálicos en las puntas, lo chista un perro. Pero Farfisa no habla con los animales, no desea entrar en contiendas dialécticas de las que seguro va a salir perdiendo. Prefiere hablar con mujeres o, de lo contrario, hablar con cualquier otra persona preferentemente del sexo femenino. Ya está un poco cansado de hablar con espectros, bucéfalos y toda esa humanidad hirviente que inunda el territorio sólido del planeta, así como también el nublado terreno onírico del universo.
En la esquina se encuentra con Rebeca.
Hay un 50 % de probabilidad de que charlen, todo depende de si Farfisa, puesto en este caso como emisor, quiera enviarle un mensaje hablado a Rebeca y que Rebeca, como receptor, quiera escuchar dicho mensaje y retroalimentar con palabras al emisor. El otro 50 % está dado por la situación inversa, piensa Farfisa. Tira la moneda: sale seca. Por lo tanto no podrá comenzar la charla. No obstante, espera a que Rebeca sea la iniciadora, pero ésta pasa caminando cerca de él sin hablar. Él la sigue a cuatro pasos, durante un largo trecho ya que por suerte, pasan por un extenso terreno sin construcciones y desnivelado, donde no hay esquinas en donde Farfisa indefectiblemente tendría que doblar, perdiéndole así el rastro a Rebeca.
Luego de unos 400 metros, Rebeca se detiene y gira.
– Hola Farfisa, ¿cómo estás? –
Farfisa camina tres pasos más que Rebeca, y también se detiene.
– Estoy frente a vos, tenía ganas de charlar un rato, si es que tú así lo desearas –
– Sí, pero… me lo hubieras dicho antes, así no teníamos que caminar tanto –
– No tiene importancia, es encantador caminar contigo en esta tarde casi penumbrosa –
– Me alegro. Una pregunta, ¿tenés cambio de dos pesos?. No, no, dejá. En el almacén seguro tienen. Voy a comprar cebollas. ¿Me acompañás? –
– ¿Harás una ensalada, Rebeca? –
– Sí, pero de lechuga y tomate, nada más. –
– ¿Y por qué lo de las cebollas, entonces? –
Continuará…