Las olas y el viento, y el frío del mar

Por Javier Arias
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Los Lampeduzza, después de que Atilio cobrara una vieja indemnización, salieron de viaje a Estados Unidos. Así que, junto a su esposa Carmen y sus dos hijos, Albina de 17 años, a la que le dicen Blanquita, y Ramirito, de 6 años, ya pasaron por Orlando, Miami, San Diego y ahora están encarando hacia el norte por la costa oeste. En estos días están visitando Los Ángeles.

Después de un día que no fue un día, sino tres, Atilio se despertó con el cuerpo hecho un tirabuzón, abrió un ojo y se encontró con Carmen sentada en la cama con unos papeles en la mano.
– Mñsdía…
– Buen día, Ati, estaba viendo la cantidad de centros comerciales que hay por acá cerca.
Esas palabras le quitaron en un instante las lagañas al cerebro de Atilio, quien ya completamente despierto y con todas las alarmas internas encendidas y una sirena de alerta que le empezó a taladrar el tímpano le dijo…
– ¿Ah, sí…?
– Sí, mirá, acá a tres kilómetros tenemos el Citadell, pero si hacemos seis kilómetros para el oeste tenemos este que…
– ¿Te parece, Carmen? -le dijo su esposo en un tono de lo más lastimero, que logró recordando sus viejas clases de teatro con Miguel Gerberoff -Venimos de una baqueta importante, y la verdad es que estoy muy cansado, estaría bueno si hoy vamos un poco más lento.
Carmen lo miró y por un segundo Atilio sintió que el mundo podía ser un lugar muy incómodo.
– Bueno, gordo, ¿querés ir a la playa?
De pronto una sinfonía de aleluyas cayó sobre un cuarto de hotel en California.
Prepararon unos sanguchitos, los metieron en bolsitas y salieron los cuatro en el coche hacia las doradas playas del oeste americano.
– ¿Dónde está la casa de Charlie Harper? -preguntó Albina cuando estacionaban frente al muelle de Malibu.
– ¿De quién, tenés un amigo acá? -le preguntó Atilio, quien todavía no se recomponía de la imagen de su hija con el vestido de novia en Rodeo Drive.
– No, papá, el protagonista de la serie Two and a Half Men… -le contestó Albina con un tono que lo hizo sentir bastante idiota.
– Ah… Bueno, no sé, me imagino que debe ser un set de filmación, no una casa de verdad…
– No puede ser, en millones de capítulos se ven planos desde afuera y siempre muestran el acantilado y la casa.
– Bueno, pero eso no quiere decir que sea la verdadera…
– ¿Cuántas veces vamos a volver a Malibu para saber si está o no está?
Atilio miró el muelle de madera antigua, con el pequeño café en la punta, rodeado de gaviotas, y las olas que golpeaban los pilotes y el sol que bañaba suavemente las pequeñas mesas que miraban hacia el horizonte y volvió a abrir el coche: «Bueno, vamos a buscar la casa de ese Harper».
Existen batallas imposibles, y a falta de una Carmen, tenía un retoño con auriculares en el asiento trasero.
Una hora después Atilio no estaba tan disconforme, el paseo buscando la casa de la serie les dio la excusa de recorrer la playa, mirando las vistas fabulosas desde la ruta. Y a falta de café en el muelle, terminaron almorzando los sanguchitos en plena Venice Beach, que no tendría a los fisiculturistas y a las chicas en hot pants andando en rollers al lado de la arena, pero seguía teniendo ese atisbo de irrealidad de las series de los ochenta.
De hecho, todo parecía haberse quedado en los ochenta, hasta la limpieza de los baños públicos.
– Si alguien tiene ganas de hacer pis, mejor se las aguanta hasta el hotel -les dijo a su familia al regresar al banquito donde estaban reunidos.
Ya cuando estaban volviendo, Ramiro, apoyado en la ventanilla, gritó que había visto el famoso cartel de Hollywood en la montaña.
– ¿Dónde, dónde? -preguntó Albina.
– Ahí, atrás de ese camión… Ah, no, ya se fue el cartel… No, no, ahí volvió, está atrás de ese colectivo… No… Se fue de nuevo…
– Ati, te parece si vamos…
– Sí, dale, si no Ramiro va a estar persiguiéndolo hasta que nos vayamos a dormir.
Y así, dobló en la primera calle y empezó a buscar el bendito cartel de Hollywood detrás de cada esquina. Después dobló en otra, y más allá en otra y de repente, cuando dobló en la cuarta esquina se encontró una calle más empinada que las de Bariloche.
– Eh… Papá, los coches de atrás están tocándote bocina.
Atilio se había aferrado al volante como si se estuviera por caer de espaldas y miraba preocupado la colina en frente.
– Es… Es muy, muy empinado…
– Atilio, no es tanto, además ya se está haciendo una fila larga-le dijo Carmen mientras miraba hacia atrás con cierto recelo.
– No, no, es empinado y la verdad que yo…
– Atilio, ese señor se está bajando del auto y viene para acá, y es más grande que el primo Alberto -le recordó Carmen, que ya había pasado del recelo al espanto liso y llano.
Atilio miró por el espejito y constató la poca diplomacia que portaba el muchacho que venía caminando remangándose la camisa y, haciendo de tripa corazón, largó el pedal de freno y el coche comenzó una subida que lo haría sufrir por los próximos treinta minutos y más de cuatrocientos metros en vertical.
De todas formas, como dicen, uno se acostumbra a todo, y al llegar a pocos metros del cartel Atilio ya había agradecido en cinco idiomas al inventor de la caja automática. Se sacaron cuarenta y seis fotos con el cartel y ya encararon hacia el hotel.
El día, que había arrancado como un día de playa y que terminó siendo un día más de corridas y visitas estaba terminando. Atilio manejaba suspirando por la autopista añorando una cena en el hotel cuando vio que Carmen revisaba el mapa y miraba por la ventanilla.
– Carmen, no te preocupes, sé cómo llegar.
– Sí, Ati, pero si agarrás por esa salida podemos comer en el centro comercial y de paso veo unos pantalones que están en oferta y son divinos.
Hay batallas que ciertamente están perdidas desde la mañana, cuando uno abre los ojos.

(Continuará)

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