HISTORIAS CURIOSAS PARA CONTAR EN DÍAS DE LLUVIA

Enrique IV y otras historias de reyes

Hace pocos días murió la reina Isabel de Inglaterra y se revolucionó el mundo. Acá en Argentina, donde vivimos en un sistema que los que saben han dado en llamar republicano, representativo y federal, las tapas de todos los diarios y revistas se colmaron de imágenes de la buena de Isabel como si fuera la tía de todos, entonces, ¿a qué se debe esta fascinación especial hacia la nobleza, a las películas, a los libros, a la envidia de tener coronita? Es que la realeza tiene ese no sé qué que genera una atracción malsana, difícil de igualar.
Por eso, y colgándome de esa seducción literaria hoy voy a contarle una historia curiosa de la realeza española. Es bueno preavisar que la misma es un tanto subida de tono, así que no se me vayan a escandalizar y si hay menores o personas susceptibles frente al diario sería bueno alejar las páginas por unos minutos de ellos.
La mayoría de los reyes han llevado sobre sus testas no sólo pesadas coronas, sino sus propios apodos; que nunca alcanzó con la solícita responsabilidad de sus señores padres a la hora de bautizarlos, sino que la picardía popular siempre terminó de calzarles un sobrenombre que los acompañaba hasta la mismísima tumba real. Así tenemos el caso de Fernando “el Católico”, Juana “la Loca” y Felipe “el Hermoso”; pero a decir verdad no siempre esa consabida picardía popular fue tan magnánima en sus nuevos motes, como fue el caso de Enrique IV de Castilla (1425-1474), que pasó sus días en esta tierra bajo el apodo de “el Impotente”. Eso sí que es duro, no diga que no, porque que a uno lo anden llamando a sus espaldas con los más diversos epítetos, vaya y pase, que ojos que no ven, corazón que no siente, pero lo de Enrique fue muy distinto, a donde iba su fama lo precedía.
Pero a todo esto, ¿a que se debía tamaña insolencia popular? Para responder este tipo de preguntas siempre es bueno recurrir a los libros de historia. Pero por una vez nos saltearemos ese dogma tan sano y educativo y pasaremos a la anécdota directamente. Cuentan que, como era costumbre en aquella época, y tras un acuerdo del Reino de Castilla con el de Navarra, al acabar la guerra que los enfrentaba, los reyes gobernantes unieron en matrimonio al heredero castellano Enrique con Blanca de Navarra, la primogénita de Blanca I de Navarra y de Juan II de Aragón. Apenas eran unas purretes de 12 años cuando los casaron, y, como marcaba la norma, recién a los 15 años los juntaron. Pero no todo fue felicidad y algarabía en Castilla y Aragón, porque según dicen las crónicas de entonces: “La boda se hizo quedando la princesa tal cual nació, de que todos ovieron grande enojo” […] “durmieron en una cama y la princesa quedó tan entera como venía”. No se andaban con muchas metáforas los cronistas de la época parece.
Y tan así fue que el propio Papa Nicolás V anuló el matrimonio, porque si no hay consumación… Pero Enrique no se deprimió mucho y en 1455 se casó nuevamente, esta vez con Juana de Portugal. Y acá sí parece que puso lo que había que poner y de la unión nació una hija, Juana, legítima heredera al trono. Pero Isabel de Castilla no se iba a quedar callada, y a costa de la reputación de su hermano echó mano a toda su ambición dinástica e hizo que la recién nacida fuera acusada de ser hija ilegítima de Juana de Portugal con Beltrán de la Cueva; logrando principalmente una cosa, un nuevo apodo real, de ahí en más la niña sería conocida como Juana, la Beltraneja, ¡qué tanto!.
Y así fue como los rumores corrieron de boca en boca y por toda la corte, y ya no hubo vuelta atrás, Enrique sería por siempre “el Impotente”. Aunque convengamos que revisionistas hay en todos lados, y es el día de hoy en que algunos estudios indican que el no consumar ninguno de los dos matrimonios no era precisamente por ninguna disfunción física del bueno de Enrique, sino que fue producto de una muy marcada preferencia sexual del príncipe, que siempre prefirió las togas a los miriñaques. Estudios que afirman, sin tapujos, que de hecho el monarca mantenía relaciones con algunos hombres sin ninguna dificultad.
Y sobre este tema se cuenta cierta anécdota que se le adjudica a Enrique IV, aunque está en discusión su veracidad. Parece ser que nuestro Enrique, ya rey de Castilla, hastiado de su esposa, solía frecuentar otras compañías que le proporcionaban un placer renovado. Su confesor, harto de la reiteración de su pecado le dijo: “No mostráis propósito de enmienda, Sire, así que tengo que recordaros que es un requisito para la absolución que dejéis de visitar otros lechos que no sean el vuestro conyugal”. A lo que el monarca no respondió nada, pero a partir de entonces invitó a comer diariamente a su confesor, habiendo dado órdenes a su cocinero para que al clérigo siempre le sirvieran perdiz. Y así se hizo durante un mes, al cabo del cual el sacerdote mostró su cansancio ante la repetición del mismo manjar. A lo que sonriendo Enrique IV replicó: “Ahora veis, reverendo padre, lo que me sucede a mi con la reina”.
Y como toda historia real que se precie, esta también nos deja una gentil moraleja; si no te gusta la perdiz, recatate y no vayas a comer a lo de Enrique.

Nota del Autor: Este artículo está basado en la nota “Enrique IV ‘El Impotente’” del sitio web http://www.lacoctelera.com/yaestaellistoquetodolosabe

Por Javier Arias
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