El día que entendí a mi padre
Por Javier Arias
Uno a veces no entiende a sus padres, pero el tiempo es sabio y va acomodando los tantos, sólo hay que saber esperar y mirar. Hace muchos años, como todo el mundo, yo era chico. Jugaba al rugby y tenía un padre que me acompañaba hasta cualquier lado para verme jugar. Y los partidos, naturalmente, no se suspendían ni por frío ni por lluvia. Un día, en medio de un diluvio y un frío que recantaba los huesos, mi viejo, desde la raya de cal me vio allá atrás, congelado y quieto; eran otros tiempos y otro tipo de juego, el fullback raras veces participaba del juego ofensivo, y la verdad, esa mañana yo tampoco estaba muy vivaz que digamos. Tiritando y con los labios azules miraba el partido, y mi viejo, olvidándose de las reglas y los silbatos, me sacó de la cancha sin importarle mucho lo que pensara mi ocasional y dictatorial entrenador, y me puso debajo de la ducha caliente para que recuperara de a poco los colores naturales.
Este fin de semana comencé a entender a mi viejo. Francisco, mi pequeño timonel, tuvo su bautismo de agua saliendo por primera vez solo piloteando esas cascaritas de nuez que son los optimist. Pero no lo hizo acá, en nuestro lago que se cree océano, lo hizo allá abajo, en Rada Tilly, en mar abierto, con un viento que volaba las gorras y hacía correr carreras a la arena golpeándonos los tobillos con violencia.
Lanzaron los veleritos a la rompiente y él salió de guapo, encaró primero los botes que se hicieron a las olas, primereó a todos y se quedó con uno y así se fue, mirando el horizonte, solito, ese bichito que abrazo a la noche y todavía, testarudo padre, le doy la mano para cruzar la calle.
En apenas minutos era casi un punto sobre el agua, sorteando las boyas, virando y cazando, desafiando a Eolo y a Poseidón juntos, irreverente púber con una mano en el timón y otra en las escotas. Un remolino de pelo, de ojos atentos y mirada seria, queriendo tragarse el mundo con su barquito de juguete.
Desde la costa lo miraba, allá iba él cabalgando a lomo de sal. Y de repente no estuvo más, un golpe de viento, un cambio de banda y desapareció de mi vista. Mi corazón de ignorante, de tipo de tierra firme, dio un vuelco, como el barquito de Fran. Después, mucho después, cuando volvió a mi lado me preguntaría ilusionado si había visto cómo había tumbado…
Sí, te vi. Vi como en un segundo desaparecías bajo el agua, cómo tu cascarita se daba vuelta y la vela se escondía en el mar. Quise buscarte a través del lente de la cámara, pero el pulso se hizo esquivo y no me respondió para enfocar el objetivo y encontrarte haciendo esa maniobra de la que te ufanás y con la que volviste a poner todo en orden, para subirte de nuevo y seguir navegando. Fueron horas, días, años de agonía, aunque perjuran que fueron sólo minutos, donde no pude llevarte a las duchas, porque estabas demasiado lejos para alcanzarte, pero sí, pude verte.
Y así entendí a mi viejo, y también entendí a mi hijo, tiene apenas nueve años, pero ya puede navegar solo, pero, sabés, soy terco, un padre terco, igual voy a seguir dándote la mano para cruzar la calle.