¿Cuánto falta para Navidad?

Por Javier Arias
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Una semana más, y algunas anécdotas más para amenizar el próximo día de lluvia que nos encuentre en casa, sin ganas de prender la televisión.
A esta altura del año, siempre me viene a la mente mi desagrado ancestral a mandar postales de navidad. ¿A usted, amable lector, no le pasa lo mismo? En la oficina o en la familia, siempre hay alguien que, mediando el 10 o 15 de diciembre, se nos acerca furtivo con la fatídica frase, “¿No sería tiempo de ir escribiendo las tarjetas?”. No hacen falta más explicaciones, uno ya sabe a qué se refieren y lo que es peor, qué esperan de uno. Y ahí nomás salir a comprar pedacitos de papel adornados con pinitos, enanitos o bolitas doradas, eso sí, a más doradas más caras. Más de una vez me hubiera encantado conocer al inventor de esta magnífica tradición para enseñarle a jugar al mus inglés. Pero en esos momentos uno siempre piensa, “qué va a existir un inventor, estas cosas son milenarias, nunca existe un inventor solo”. No, no, no, cuán errado puede uno vivir, no sólo existe un inventor, sino que tiene nombre y apellido. Vayamos a la historia.
Cuenta la leyenda, que a comienzos del siglo XIX vivía en Londres un grabador llamado Boerner, que aunque era un reconocido hombre de ingenio, disfrutaba de la soledad, lejos de todo el mundo, sobre todo en las fiestas navideñas. No se preocupe, no es la historia del espíritu navideño del pasado y del futuro, eso se lo dejo para Disney & Co.
Esta actitud no siempre era comprendida por sus familiares y amigos, que insistían en invitarlo en Navidad y Año Nuevo a sus fiestas y festejos. Cada año que pasaba le era más difícil escapar a tan solícitas peticiones, finalmente Boerner tuvo entonces una idea de la que jamás imaginaría sus consecuencias. Y así fue como el primero de enero de 1812, sus parientes y amigos recibieron una sorprendente carta. Dentro había una tarjeta en la que estaba dibujado el propio Boerner en actitud de salir de su casa, pero con la capa atrapada por la puerta, que se había cerrado a su espalda. Debajo del grabado había escrito lo siguiente: “Ésta es la razón por la que no puedo visitarte este Año Nuevo”. La misiva hizo tanta gracia que el ingenioso Boerner fue disculpado. A veces el humor es la cura de todos los males, decía mi tía Anacleta, mientras se zampaba las tortas fritas con dulce de leche a carcajada limpia del colesterol que la fulminó una tarde de primavera.
No obstante esta historia tan verídica y comprobable como la de mi tía Anacleta, la tarjeta que efectivamente es reconocida como la primera tarjeta de Navidad no se conoció hasta años más tarde. La propuso el londinense sir Henry Cole (¡qué bien le sienta a los ingleses el sir!, ¿no le parece?) en el año 1848. Este caballero, propulsor del arte y la cultura, encargó al pintor John Callcot Harsley, a la sazón, autor de “El Espíritu de la Religión”, que se encuentra en la Cámara de los Lores, por si no lo sabía, que grabara en una tarjeta motivos navideños. El artista dibujó tres escenas rodeadas con un marco de hojas de hiedra. La del centro presentaba una numerosa familia de clase media reunida junto a una mesa sobre la que había abundantes alimentos. Pero se vivían tiempos complejos y Harsley y su tan sir mecenas Cole no pudieron escapar de las habladurías.
Alegando que incitaba a la gula, algunos sectores influyentes criticaron la tarjeta. Una crónica de la época llegó a decir lo siguiente: “No hay más que contemplar los rostros llenos de satisfacción de aquella familia y los ojos brillantes en los que se refleja la embriaguez de la bebida”. No, si para rebuscados los ingleses están mandados a hacer.
Inmediatamente se encargaron nuevas tarjetas, reemplazando las imágenes de Harsley por otras que mostraban a la Virgen y a Jesús, la mayoría de artistas famosos como Rafael, Fray Angélico o Botticelli. Convengamos que Cole fue a lo seguro.
Es así que llegamos a nuestros días. Y de sopetón nos encontramos escribiendo la próxima tarjeta de Navidad, mal que nos pese.