EL ARTISTA ARGENTINO ES UNO DE LOS MÁS ESCUCHADOS EN EL MUNDO

El fenómeno Duki: dejó su casa para cantar en el Parque Rivadavia y ahora prepara un recital en el Bernabéu

Todo alrededor de él es desmesurado. Temas con 200 millones de reproducciones. 160.000 entradas vendidas en seis horas. Primer artista en hacer un Bernabéu. Giras enteras agotadas en menos de un día. Duki es una de los artistas más exitosos del momento. A los 27 años y con sus propios modos es uno de los reyes de la música en castellano.

Se podría decir que Duki cambió las reglas de la industria. Para ser más precisos: dinamitó las leyes anteriores. El mundo cambió, el consumo de música cambió, los oyentes cambiaron y Duki fue uno de los causantes, uno de los que lo hizo posible. O, al menos, fue uno de los que mejor entendió este nuevo panorama.

Todo pasó demasiado rápido. Eso puede confundir. A nuestro protagonista y, en especial, a los especialistas. Su ascenso fue fulminante pero, al mismo tiempo, progresivo. Plazas, boliches, teatritos, giras por el interior, Gran Rex, Luna Park, grandes estadios.

De ser uno más en las batallas de freestyle a agotar dos River en menos de seis horas.

Si algo sorprende en Duki es su determinación. Casi como un iluminado siguió un camino que a los demás les parecía imposible, invisible, pero que él divisaba con claridad. El resto descreía: ¿cómo le iba a ir bien a un chico que venía de repetir tres veces de año? Dejó el colegio porque no encontraba motivación, no entendía cómo podía ayudarlo en su carrera musical. “No había plan B. No había ni hay. Es la única manera. Si ustedes tiene algo en la cabeza, vayan y háganlo. Coman y respiren, pero el resto del tiempo dedíquenlo a eso”, dijo en una charla con su madre en You Tube, dirigiéndose a sus fans. Él estaba convencido de que lo iba a lograr, sabía que estaba construyendo, que la explosión era cuestión de tiempo.

Una sola ficha a un solo casillero. Después el talento, la decisión, entender su tiempo. Pero muy especialmente la pasión, la obsesión, el trabajo acumulativo. Y la ambición: una ambición que no pasó por un afán recaudatorio sino por conseguir logros. Ir conquistando grandes cimas. Como a los grandes alpinistas ya no le queda ningún Ocho Mil por escalar. Del Parque Rivadavia al Bernabéu en seis años.

Sandra y Guillermo, sus padres, no tenían una posición holgada. Vivían en Paternal y todo se hacía cuesta arriba con tres hijos chicos. En el medio, la separación empeoró todo. Mauro Ezequiel (su verdadero nombre) no les hacía sus días más fáciles. Díscolo e inmanejable. Sandra se recibió de abogada de grande, pasando los cuarenta años. Creía en el poder del estudio, en el reparo que da un título. Mauro no le iba a dar el gusto: en el secundario abandonó después de repetir por tercera vez.

Los padres no le daban dinero: dejar de estudiar tenía sus consecuencias. Debía trabajar. Fue cadete en una farmacia y repartidor de un local de comidas. Mientras tanto, él se visualizaba como una estrella de la música. La mayoría creía que se trataba de un alucinado, de alguien cuyos sueños se estrellarían –inminentemente- contra la realidad.

Se fue de su casa tras un impulso. En una sobremesa familiar los hermanos lo cargaban porque no había terminado el colegio. Nahuel, el hermano mayor, egresado del Nacional Buenos Aires y universitario, y Candela, la menor, una excelente alumna encontraron la veta para burlarse un rato de él; una típica puja fraternal. Para Mauro no fue así. Se levantó de la mesa enojado y no volvió. Durante unos días durmió en Boom Box, el estudio de grabación en el que se había encerrado, en el que trabajaba casi con obsesión en su música.

Había comenzado a los 14 años. Una tarde probó en su casa frente a algunos amigos y primos. Lo instaron a que se presentara en alguna de las batallas de free stylers que empezaban a abundar en la ciudad. Hoy se ríe de esos primeros intentos, cree que era muy malo, pero sin embargo ganó. Después fue el momento de ir al Quinto Escalón. La competencia que tenía lugar dos domingos por mes en el Parque Rivadavia. Los videos de esos encuentros son sorprendentes. Miles de jóvenes escuchando a los duelos. En tensión, expectantes, sin micrófonos, había que ser rápido, ingenioso, agresivo, carismático. Duki con un jopo cubriéndole la frente, una sonrisa amplia, como si estuviera haciendo una travesura, sin tatuajes visibles, se encendía cuando le tocaba su turno. Varios de los grandes nombres actuales participan de esas batallas. Duki ganó la sexta fecha. El premio era grabar su primer tema. Ahí empezó todo.

Había comenzado a los 14 años. Una tarde probó en su casa frente a algunos amigos y primos. Lo instaron a que se presentara en alguna de las batallas de free stylers que empezaban a abundar en la ciudad. Hoy se ríe de esos primeros intentos, cree que era muy malo, pero sin embargo ganó. Después fue el momento de ir al Quinto Escalón. La competencia que tenía lugar dos domingos por mes en el Parque Rivadavia. Los videos de esos encuentros son sorprendentes. Miles de jóvenes escuchando a los duelos. En tensión, expectantes, sin micrófonos, había que ser rápido, ingenioso, agresivo, carismático. Duki con un jopo cubriéndole la frente, una sonrisa amplia, como si estuviera haciendo una travesura, sin tatuajes visibles, se encendía cuando le tocaba su turno. Varios de los grandes nombres actuales participan de esas batallas. Duki ganó la sexta fecha. El premio era grabar su primer tema. Ahí empezó todo.

El público, la confrontación, la necesidad de la sorpresa, la falta de escenografía y lo precario del ambiente, en vez de distraerlos, los enfocaba en su actividad. Ninguno de los que estaba ahí, de los que se exponía, pretendía comprarse un auto importado o una mansión. Querían vencer al rival, sentir la adrenalina caminado por su cuerpo, hacer rugir a la multitud y llevarse a la mejor chica. Había algo vivo en esa plaza.

Ese año El Quinto Escalón explotó. Cada vez asistía más público y sus streamings y videos batían récords. Duki fue uno de los que fueron impulsados por ese boom. Aunque todavía fueran invisibles para los grandes medios y la industria, cada vez más alejados del público joven.

Dejó las batallas y se volcó a la música. Primero fueron sótanos, después boliches, viajes por todo el país. En el medio el éxito fuera de dimensión, las caídas, las pastillas y la profesionalización.

La letra de la sesión 50 con Bizarrap es una especie de resumen de su camino, de su mirada sobre su trayectoria fulgurante: Me fui pa’ la calle metido en el rap y dejé los estudio’ Y encontré el sentido a mi vida cuando me metí en un estudio. También es un manifiesto de su mirada sobre su trayectoria, de su actitud ante la vida.

Otra de sus características que aparecen en ese tema es que nombre a varios de sus congéneres. Lo mismo hace en sus (escasas) entrevistas. Suele ser generoso con su colegas. No escatima elogios ni reconocimientos para los que lo acompañaron desde sus inicios. Los feats, las colaboraciones cruzadas, son un hábito del ambiente; una costumbre que hace que los grandes nombres del género convivan con frecuencia en una misma canción.

La movida argentina de música urbana conquista mercados en todo el mundo. Duki y Bizarrap son, posiblemente, los más visibles. Pero también tiene una enorme repercusión Nicky Nicole, María Bezerra, Paulo Londra, Cazzu y muchos más.

En el video de la Sesión 50 se juega con otro de sus rasgos distintivos: los tatuajes. Tiene más de treinta y muchos de ellos en la cara. Mientras el tema avanza, los tatuajes se van materializando.

Después del triunfo en El Quinto Escalón, cuando pensó que había llegado y que todo sería fácil, recibió un golpe de la realidad. La informalidad le jugó en contra. Por un problema de derechos, las plataformas bajaron sus temas. Y no podía presentarse en boliches, dar recitales, porque carecía de repertorio. Si quería ser un artista, si quería dejar atrás las batallas en las plazas, debía componer, tener canciones propias. Se encerró en el estudio. Si quería triunfar, si quería aprovechar la oportunidad, debía trabajar, persistir.

En su música está su mundo, un mundo Siglo XXI: animé, marcas deportivas, Dragon Ball, rap, videojuegos, la música que escuchaban sus padres, drogas, futbolistas, sexo desembozado, deseo y mucho name dropping ingenioso (futbolistas, músicos, boxeadores, dibujos animados).

En 2017 fue invitado a la gala de los Premios Gardel, los premios de la industria discográfica argentina. No estaba nominado en ninguna categoría. Muchos creyeron que él representaba a una generación, a lo que venía. Un error: él ya era el presente. Las métricas de sus canciones en Spotify y en Youtube eran abrumadoras; sus números, ya a esa altura, humillaban a los grandes jugadores de la industria. Volvamos a esa noche. Duki cantó con el acompañamiento de 30 músicos. Casi no ensayó, no creía que fuera necesario. Un marciano en el auditorio repleto de rockeros casi ancianos, cantantes melódicos, reggatoneros remedando portorriqueños, grupos de cumbia con trajes brillosos. Fue escuchado con desdén, como una excentricidad, como un fenómeno pasajero: quien quisiera saber de qué se trataba debía apurarse porque dentro de unos meses ya nadie se acordaría de él. Pocos minutos después de su actuación, subió Charly al escenario. Frágil y mordaz, García, después de recordar a Gardel, Spinetta, Prince, Cerati, María Gabriela Epumer y otros que ya no estaban, remató su discurso con: “Hay que prohibir el autotune”.

El comentario de Charly fue una buena excusa para que en las redes sociales y en YouTube se multiplicaran los comentarios denostando a toda la movida del trap argentino. Cuando le preguntaron, Duki respondió con elegancia que él admiraba a Charly (“Puede decir lo que quiera. Me puede decir mocho de mierda y va a estar todo bien”) y que le parecía natural que a alguien con oído absoluto no le gustara esta nueva herramienta, que no comprendiera las nuevas líneas de sonido que proporcionaba. También reconoció que las palabras de Charly en un punto lo pusieron contento aunque estuvieran lejos del elogio: había entrado en su radar, sabía que él existía. Cada vez que puede, Duki expresa su admiración por García. Cuando Julio Leiva en Caja Negra le preguntó por el incidente y sobre qué le diría a Charly García si se lo encontrara, Duki dijo que no creía que se animara a hablarle, que “sólo lo escucharía, te tenés que sentar cerca de esa gente y escucharla”.

Con su crecimiento artístico y de popularidad, no sólo los lugares eran mejores y los escenarios más amplios. También se incrementó y mucho lo que recaudaba. Al principio, lo solucionó fácil. Gastaba; consumía desaforadamente. Arrasaba con un local de Nike, le hacía encargos estrafalarios a su joyero personal, le dejaba bolsas con fajos de billetes a sus padres para ayudarlos y para que, de paso, vieran que se habían equivocado.

En algún momento, en un rincón de su habitación se acumulaban las bolsas de consorcio con billetes. Hasta llegó a ponerlos en el freezer. El emprolijamiento de su situación financiera fue un síntoma de otra cosa: de su profesionalización. Eso que para muchos es un anatema, es lo que permite que hoy haga grandes estadios. Construyó su carrera, cada paso que dio intentó mejorar, incorporar nuevas cosas, plantearse nuevos desafíos artísticos, profundizar la búsqueda.

Cuando las grandes discográficas lo fueron a buscar ya era tarde. Al principio recibió ofertas de pequeños sellos y productores que le vieron potencial pero ofrecieron, como suele suceder, acuerdos leoninos. Duki ni siquiera los escuchaba. Después llegaron los gigantes. Ni Sony ni Universal tuvieron chances. No los escuchó. Como si hablaran idiomas distintos. Los ejecutivos creían que ese chico que los despreciaba se estaba perdiendo la posibilidad de su vida, que cuando quisiera volver ya sería tardar, que se estrellaría contra el muro de la industria. Él, el chico, quería salir lo más rápido posible de ese ambiente rancio, demodé, con reglas y visiones antiguas, ciegas ante lo que estaba sucediendo, a los nuevos modos. Esa gente ya no entendía lo que estaba pasando. El mundo (de la música) había cambiado y Duki fue uno de los principales agentes (o al menos manifestaciones) de esa transformación.

Duki no tiene discográfica. Trabaja de manera independiente. Se fue profesionalizando con el paso del tiempo. Su rodeó de su familia. Su padre se ocupa de los números, la mamá es la abogada y quién pelea los contratos, el hermano del sonido. Afirma que no necesita una discográfica. No parece equivocarse: no tiene que compartir las ganancias con nadie, no tiene que hacerle caso a nadie.

Reconoce que su familia lo salvó. Que la fama es muy difícil de manejar. Que perdió el foco, que tomó malas decisiones, que los amigos del campeón nunca aconsejan bien. Contó que llegó a tomar 20 mg de Xanax a la vez, que las pastillas lo habían colonizado. Hasta reconoció que se portó mal con sus papás y sus hermanos, que por momentos no los escuchó. Pero que ellos siempre estuvieron aun cuando no comprendieran. Por eso prefiere trabajar rodeado de sus afectos: “Me ayudan en todo, me acompañan. Es la mejor forma de hacerlo, todos unidos”.

El que, además de sus temas, se ponga a escuchar sus entrevistas se va a sorprender. Va a encontrar a alguien sencillo, con un discurso articulado, claro, bien suelto. Por momentos ingenuo pero nunca sobreactuado ni falso. Camina por una línea muy delgada que le permite expresar sus inseguridades, la tremenda confianza en sí mismo, el orgullo por sus logros sin caer al precipicio de la soberbia o la frialdad.

En 2018 le contó a Lucas Garófalo, que escribió el primer gran perfil sobre él para la tapa de la Rolling Stone (una nota ya canónica), que era capaz de ver el aura de las personas y hasta de visualizar su futuro. Dijo que antes del triunfo en El Quinto Escalón había visto que ganaría una fecha y que su tema sería escuchado por 300.000 personas. Se equivocó. En poco tiempo esa primera grabación superó los dos millones de reproducciones. La realidad superó su ambición, dejó chiquitos sus sueños.

Él cree en el destino, en las energías, hasta en la alquimia. A los descreídos su fecha de nacimiento nos hace tambalear: el 24 de junio (en su caso de 1996), una fecha casi patria. Mauro Ezequiel Lombardo nació el mismo día que Messi, Fangio y Riquelme, que murieron Gardel y Rodrigo, que Maradona gambeteaba brasileños en Italia. Como si desde el primer día, alguien le hubiera dicho que podía hacerse un lugarcito en el gran panteón nacional.

(Fuente: Teleshow)

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