The Wild: La leyenda del Rock – Parte 54
Por Carlos Alberto Nacher
[email protected]
Marzo 2020: Sale el sol una vez más
-El mundo cambió mucho amigo, pero siempre escucho en la radio y en la tele a esas nuevas bandas de rock o algo parecido, que tocan algo similar a como lo hacíamos nosotros. Pero no quiero volver, porque no se puede volver el tiempo atrás, sería una imitación grotesca de nosotros mismos cincuenta años antes. Me siento feliz de haber hecho lo que hice, acerté y me equivoqué. Cometí algunos delitos menores, es cierto, pero muchos menos de los que se me acusaba. Tuve amigos, cumplí y fallé. A Smog lo amé siempre, pero mi contenido íntimo de maldad dominaba mis acciones a veces. Sé que él no me perdonó, y tiene razón. Pero de mi parte, eso no importa, a Smog lo amé, lo amo y lo amaré siempre. Igual que a María, con quien convivo desde 1980, cuando volví a la Argentina. La abandoné y no me arrepiento por eso, no tengo tiempo de arrepentirme de nada, pero estoy en deuda con ella. Siempre estaré en deuda con María.
-Mis años con la música me han enseñado muchas cosas, he experimentado la fama, el hedonismo, el dinero, todo lo que se puede pretender de una vida vivida al máximo. Pero no quisiera volver, todo tiene un tiempo y un final. Soulé lo dijo mucho mejor que yo lo podría hacer: todo tiene un final, todo termina.
-Algunos me consideran un delincuente, dicen que he falsificado mi identidad, que he renegado de mi origen. Dicen que toda mi vida fue una falsificación. Eso en ocasiones me hace sentir mal, el pasado me trae fantasmas pesadillescos, pero luego reflexiono. He vivido mi vida al estilo que me propuse, y he cumplido con el caos fértil y creativo que sólo la música, y sobre todo el rock, puede ofrecernos.
-El rock lo fue todo para mí, quise ganar dinero, tener mujeres, ser poderoso, pero en el fondo nada de eso me interesaba. Todo fue un desafío para mí, sólo eso. Ahora puedo estar tranquilo, María está conmigo, me esperó y me acompaña desde que tengo 18 años: ese es el premio más importante que gané en mi vida. Los Grammy no me importan nada.
Se hizo la tarde, vaciamos varios termos de mate, varias pipas de tabaco Exeter, varias anécdotas, muchos recuerdos, risas y reflexiones. Se acercaba el ocaso, cuando decidimos despedirnos de Don Anselmo y Doña Lorena, dejarlos allí, en aquel lugar silencioso, lleno de pájaros, plantas, arbustos. Los dejamos allí, con la promesa de volver, éramos los primeros, fuera de los pobladores de El Bolsón, en visitarlos. Cuarenta años habían pasado de aquella aventura mágica en la música. Pero Don Anselmo no es Mick Jagger, él se esfumó, como las volutas de humo de su pipa, y decidió, por su cuenta, que nunca más sería tentado por la locura de la fama. Prefirió detener su vida acelerada, única y sin límites y quedarse aquí, en este paraje lejano del país, haciendo de cada día un momento de felicidad junto a su gran amor María Teresa, perdón, Lorena.
Lorena nos contó que habían tenido tres hijos, que ahora ya son adultos, y que felizmente viven cerca de aquí. Ellos saben quién había sido su padre, pero nunca hablan al respecto. Don Anselmo ya no quiere ser Frank, esa es otra persona, de otro mundo y de otros tiempos.
Al fin y al cabo, toda su vida fue, sin dudas, una sencilla historia de amor entre una chica y un muchacho simples, una verdadera historia de amor de verdad.
Al otro día nos fuimos de El Bolsón, llegamos a Buenos Aires el 16 de marzo, cuando se estaba declarando la cuarentena por la pandemia de Covid-19.
Me senté en la computadora, me serví un cognac, y terminé de escribir este libro el domingo por la noche, mientras se encendían las luces de neón en la calle. Puse en el tocadiscos un vinilo de THE WILD, y luego de apretar la tecla “Guardar” y dar por finalizada esta investigación, me senté en el sillón, con el cognac y la pipa que me había regalado Don Anselmo en agradecimiento por mi visita, me quedé escuchando a esa voz maravillosa, cascada, y a esa banda que sonaba sólida, fuerte, afinada y con una energía que sólo el rock puede transmitir.
Me dormí, soñando que me subía a un escenario lleno de luces y humo, montado en un caballo blanco, con una capa plateada, lentes negros y el micrófono en una mano, mientras la banda atacaba un rock rabioso en tres tonos y la multitud enloquecía.
Continuará…