Excentricidades del reino animal

Por Javier Arias
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Cuando llegan estos días de las no hay tiempo para nada, que te veo antes de fin de año, que nos tomamos un café el lunes, que nos juntamos para hacer un balance, que no reunimos el domingo y arreglamos… Nada, nunca. Por lo menos no en los tiempos deseados ni en los lugares convenidos.
Así que uno ni tiempo de escribir cosas inteligentes y originales, y así manotea desesperado viejos escritos y se encuentra cosas la mar de interesantes, la mar de interesantes para mí, que se me escabulleron las musas borrachas de sidra.
De esta forma me encuentro con algunas chispeantes anécdotas zoológicas, que harán las delicias de grandes y chicos. No, no me agradezca, para eso estamos.
Arrancamos con una historia suave, comparo mi actual sufrimiento diciembrista con la condena de por vida de los erizos de mar que, por lo que dicen, sólo ven el color amarillo, problema serio para un bicho que vive donde todo es mayormente azul.
Siguiendo en el ámbito acuífero, me sorprendo con el cangrejo gigante de la especie Macrocheira Kaempfferi, que habita en las profundidades de los mares de Japón, que puede dar con sus largas patas pasos de hasta tres metros. Sí, sí, yo tampoco andaría buceando por esas latitudes.
Aunque ya quisiera ver yo a ese barrabrava submarino enfrentando a un gasterósteo macho, bicho acuático pendenciero si los hay. Este animal ataca instintivamente a sus congéneres, a los cuales identifica por el color rojo en su pecho, aunque convengamos que no anda con tantos miramientos y le quiere dar masa a todo lo que se le cruce y tenga el color granate. Así lo demostraba la mascota del premio Nobel Niko Tinbergen, quien tenía, junto a una ventana del salón, un espécimen de este pez en una pecera, y se la pasaba prepeando y amenazando a todas las camionetas rojas de correos que pasaban. Después mi cartero se queja de mi perro…
Y hablando de perros, el prestigioso psicozoólogo vienés, K. E. Schneider cita en una de sus obras la facultad de hablar de un perro de las cercanías de Zeítz, al que su amo le había enseñado a decir su nombre, Aniel, y además las palabras “sí, no, hueso, cerveza y silencio”. Me hubiera encantado escuchar al perro pidiendo cerveza, pero más me hubiera gustado verlo gritarle a su dueño “¡silencio!” después de una borrachera.
Ahora, dejando de lado a los psicólogos, que parece que en Viena se reproducen bien, viajemos hacia el sur para encontrarnos con dos investigadores israelíes, quienes han descubierto que los excrementos de los caracoles de la especie Euchondrus albulus, de hábitos nocturnos y que se alimentan de líquenes, son unos potentes fertilizantes del desierto. Yo no quisiera pecar de aguafiestas, pero al valorar la cantidad de vegetación de los desiertos no cuesta mucho refutarles tamaña barrabasada, ¿no? Pero, ¿para qué andar molestando a esta buena gente que se la pasa estudiando a los moluscos cuando en la televisión no se cansan de elogiar la supuesta habilidad regenerativa de la baba de caracol?, si hasta hay gente que se pasaría sin arcadas una babosa por la papada para evitar arrugas no voy a ser yo quien discuta su capacidad agronómica.
Pero me gustaría abandonar estos temas tan escatológicos, los invito a transitar terrenos más amigables, como el necesario y sano conocimiento de que las ranas-toro tienen una agresividad sexual tal que son capaces de copular con cualquier cosa que se mueve. No me diga que no es un conocimiento necesario y especialmente sano, digo, si algún día pasa de espaldas a una rana-toro, no diga que no le avisé.
Al que no le avisaron fue al Kaiser alemán de la voracidad de las termitas. Parece que en el año 1879, una colonia de estos insaciables insectos se comió por completo un barco de guerra amarrado en El Ferrol. ¿Será por eso que después los comenzaron a fabricar de metal y no de madera?
Y si hablamos de insectos, guarda la tosca con las chinches, esos bichitos que se instalan en nuestras camas y nos hacen las siestas imposibles, sepa atento lector, que pueden, cada uno, originar en dos años otros 40.000 indeseables descendientes. ¡Eso es producción, m’hijo!
Otro dato interesante, para estas latitudes azoladas por las malditas moscas es saber que algunas de ellas, como la llamada verde metálica, son capaces de medir la velocidad del viento con sus antenas. Usted dirá, ¿para qué me sirve saber que las moscas andan midiendo el viento? No se apure, también es importante conocer que si la velocidad supera los 2,5 metros por segundo, la mosca se mantiene en tierra, ya que si despegara en estas condiciones climatológicas sería arrastrada por el viento. Ahora, sume dos más dos… Si está cansado de andar aplaudiendo el aire en vanos intentos de aniquilar a esa zumbadora insoportable, cuando la vea posarse comience a soplarle encima, y cuando supere los 2,5 metros por segundo de soplido, ¡zácate!, pegue el mamporrazo.
Nada que hacerle, esta columna se transforma semana a semana en un verdadero bagaje de datos científicos altamente necesarios para la vida cotidiana. ¿no cree?

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