Dicen que dicen – Parte II
Por Javier Arias
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La semana pasada me quedé con ganas de seguir comentándoles algunos de los orígenes de refranes y frases hechas. Digo, yo me quedé con ganas de comentarles, no tengo ni la más pálida idea si ustedes, fieles lectores, se quedaron con ganas de seguir leyendo, pero como esto no es una democracia y en esta columna se hace lo que yo quiero, voy a seguir escribiendo sobre refranes, qué tanto. Bueno, no sé, tampoco es para tomárselo así, no quise ser tan autoritario, pero lo que pasa es que esto del feedback en un diario es la mar de complicado. O sea, qué se yo, me parece que quedaron en el tintero (¡qué antigüedad dios santo!, ¿quién de los aquí presentes ha usado alguna vez un tintero?) varias cosas interesantes y sería una picardía no pasarlas en limpio, ¿no le parece? Bueno, que no lo escucho, voy a tomar su silencio como un sí, que el calla otorga y todo eso.
Arranquemos con algo de historia. Uno de los modismos más utilizados, más aún en esta época de recambio de autoridades, tejes y manejes y charlas discrecionales en cafés y afines, es la de “las paredes oyen”. Y no es que le hayan crecido orejas a los ladrillos, sino que hace referencia a que cualquiera podría estar escuchando lo que uno dice bajito y no quiere que llegue a terceros indiscretos. ¿Pero de dónde sale esa humanización del yeso y el concreto? Al parecer todo proviene de Francia del siglo XVI. Por aquella época Catalina de Medicis y el duque de Guisa eran una pareja de cuidado, de tal cuidado que mediante unas cuantas maniobras mucho más que reprochables lograron instigar a los católicos a pasar a cuchillo a centenares de seguidores de Calvino, más conocidos como “hugonotes”. Esa noche pasó a la historia como la “Noche de San Bartolomé” o la “Noche de los cuchillos largos” o directamente la matanza de hugonotes. Dicen que uno de los artilugios de los que se valió Catalina para el éxito de sus macabros planes fue la instalación de conductos auditivos secretos en las paredes de sus palacios, una especie de wikileaks del Medioevo (nada es nuevo, todo está inventado). Con esto lograba oír, desde sus aposentos, lo que se hablaba a sus espaldas en otras habitaciones, de ahí que las paredes oyen y las Catalinas son de temer.
Y siguiendo con las frases y modismos me topo con una de las expresiones que más me gustan, “no hay tutía”. Cuando no podemos, por más que le demos vuelta al asunto, terminar de entenderlo, cuando el manual del reproductor de DVD nos termina de ganar, cuando no deducimos ese formulario de la DGI, cuando algo, por su dificultad o alguien, por su obstinación e intransigencia, es imposible de entender, no hay tutía, sanseacabó, quemen el manual, tiren al mar el reproductor de DVD y no llamen de nuevo a ese coso que no hay congreso de psiquiatras que lo comprenda. No hay tutía. Y no tiene nada que ver con la hermana de mi mamá, que es una santa, vea usted.
Y como todo en este día, viene de la antigüedad, que ya a esta altura es una especie de Deux Ex Machina que nos libra de todo mal. Como les decía, querido lector, en la arcaica medicina, al hollín que quedaba de la fundición del cobre lo procesaban para transformarlo en asqueroso y mugriento ungüento, al que le atribuían, por supuesto, las virtudes curativas más excepcionales, especialmente para determinadas enfermedades de la vista. Este potaje inmundo era conocido, según la región, tutía, atutia o atutía. Tan conocido se hizo este bálsamo de los mil demonios que cuando algo no tenía solución se repetía “no hay tutía” que lo cure. Hoy, con mil quinientos jarabes, medicamentos, pastillas y demás yerbas curativas, seguimos diciendo no hay tutía, atavismos lingüísticos que se dice.
Pero, a veces, no siempre, las frases que nos acompañan cotidianamente no tienen un origen tan lejano, es más, muchas son casi coetáneas a nuestra propia existencia, sólo se necesita de un ingenio especial para poder crearlas. Diego Maradona era sin dudas uno de ellos, más allá de su aceptación o no social, no se le puede discutir tanto la velocidad que tenía en sus piernas como la que tiene en su lengua. Desde “se le escapó la tortuga” a “la pelota no se mancha”, el Diez tenía una capacidad innata para inventar frases sobre la marcha, como sus inolvidables gambetas. Pero, unos años atrás hubo otro. Mucho más anónimo que Maradona, que nos dejó una expresión que nos acompaña día a día, “ese no quiere más lola”. ¿Quién no repitió alguna vez esta frase?
La cosa fue así. A principios del siglo pasado existían unas galletitas en Buenos Aires que se llamaban justamente “Lola”. Eran famosas por el cuidado de su fabricación, que según se decía, estaba lograda con los mejores ingredientes y sin ningún tipo de agregado artificial. De esta manera habían conseguido ser las preferidas de todos los médicos, que las recomendaban para las dietas de sus pacientes. Y así hasta los sanatorios y hospitales comenzaron a incluirlas en la alimentación de sus internos. Hasta ahí, todo joya, casi un comercial de televisión. Pero tenía que aparecer el diferente, el que viera las cosas desde otro lado, el que de visita en las instalaciones de una clínica, al pasar frente a la puerta de la morgue y cruzarse con la camilla de un cadáver, dijera con sorna: “Ese, no quiere más Lola…” Aplauso, medalla y beso, ¿no cree, amigo lector?
Nota del autor: Información recogida del sitio web http://www.casadelasletras.com.ar/