Sergei Garkok, el húngaro de los tejones
Por Javier Arias
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Una vez más la noble ciencia de la historia nos vuelve a encontrar en estas páginas. En esta oportunidad la cita necesaria es para desentrañar el prodigioso misterio de Sergei Garkok, nacido, según ciertos documentos encontrados en las ruinas de una iglesia presbiteriana, en la ciudad de Budapest en el año 1901. Fue uno de los científicos más encumbrados de la antigua Hungría, galardonado con el prestigioso premio Schlinder de Física por su trabajo, descubrimiento y desarrollo de la holografía cartográfica, o la cartografía tridimensional. Invento que si bien le permitió alcanzar dicha distinción entre sus pares, también le acarreó no pocos dolores de cabeza. Su obra consistía en integrar tres mapas diferentes y mediante un complicado dispositivo, que incluía bastidores, lupas, escalímetros y un tejón vivo, lograr una imagen en tres dimensiones para ser utilizada por pilotos aéreos o capitanes navales. Si bien el dispositivo garkokiano como lo llamaron sus discípulos -aunque según ciertos escritos de la época unos pocos detractores lo habían rebautizado con el nombre de garkada o una verdadera garkada, según la hora y el porcentaje de alcohol en sangre- daba unos resultados asombrosos a la hora de calcular mareas, escolleras y hasta los saltos de cierto tipo de delfines baleares, el mismo se volvía bastante inestable si el tejón enfermaba y completamente inútil si finalmente crepaba el peludo mamífero. Característica que lo hizo impracticable para su comercialización, a menos que cada barco llevara una dotación considerable de tejones, hecho impensable para cualquier empresa naviera que se precie.
Pero dejemos por unos minutos la creación del insigne maestro y volvamos solícitos a la biografía de nuestro objeto de estudio.
Y hablando de estudio casi podemos asegurar que Sergei cursó los propios en la carrera de ciencias técnicas de la Universidad de la ciudad de Dabas. Es común en la historia de las grandes mentes de nuestra historia que maravillosos inventores hayan tenido problemas en su educación previa, como el conocido caso del científico alemán Albert Einstein, y el de Sergei no es una excepción. Garkok intentó una y otra vez ingresar en la prestigiosa Universidad de Budapest, su ciudad natal; pero los catedráticos fueron inflexibles en el rechazo aduciendo que por más caras bonitas que Sergei le pusiera, si seguía rindiendo con dos los exámenes de ingreso no pensaban otorgarle la matrícula. Así fue que, un tanto decepcionado con estas normas tan estrictas, finalmente se decidió por la casa de estudios de Dabas, donde su tío conocía al rector.
Así fue que en tiempo récord, más de treinta y cinco años, Sergei obtuvo su doctorado en Ingeniería Aplicada, evento que tuvo que ser festejado en la plaza central de la ciudad ya que las instalaciones de la modesta universidad se vieron absurdamente saturadas por la afluencia de las últimas treinta y cuatro camadas de egresados que no podían creer que Garkok, por fin, recibiera su diploma. Algunos estudiosos creen que se debe justamente a Garkok el famoso dicho que si uno pone un adoquín frente a la puerta de la Universidad de Dabas, finalmente terminará transformándose en ingeniero, lleve el tiempo que lleve.
A la edad de 53 años Sergei Garkok, recién egresado y con su flamante diploma en la mano, comenzó un incesante periplo por todos los laboratorios de investigación técnica de la región. Primero en Hungría, luego en Checoslovaquia, Polonia, Alemania y hasta Eslovaquia, pero ni uno lo tomó. Finalmente se trasladó a Gran Bretaña, donde, y supuestamente por su marcado acento húngaro, lo que hacía casi imposible entender su enrevesado inglés, fue agregado en la Sección de Investigación de la British Carlton Louston hasta el año 1966, año en que hizo explotar el ala oeste del edificio donado por el propio Carlton Louston. En septiembre de ese año, y para evitar ciertos conflictos diplomáticos con la república de Hungría, pasó a ocupar la cátedra de Física Electrónica Aplicada en el Colegio Británico de Ciencia y Tecnología de Nottingham, ciudad que a decir verdad se hizo más famosa por sus castillos y luchas medievales que por sus avances en la física, mucho menos en la electrónica.
No obstante, Sergei Garkok no se amilanó con ese velado destierro académico, y con los tres dedos que le quedaban continúo con sus experimentos y trabajos científicos. Hacia fines de 1970 logró un jugoso contrato con la empresa estadounidense Stanfort Forecasting Procastination quien se comprometió a adquirir todos sus trabajos de investigación, los cuales abarcaron desde la digitopuntura catódica hasta la descarga de gases en forma automática de motores de combustión interna traccionados por una mezcla de etanol y pastillas de anís.
Diez años después de una más que interesante relación comercial con la Stanfort Forecasting Procastination, especialmente para Sergei, hicieron recapacitar al nuevo Consejo Accionario de la compañía estadounidense sobre la insensata forma de gastar recursos genuinos en incontables descubrimientos inútiles del científico húngaro. Así que finalmente terminaron el contrato con una memorable carta de agradecimiento que no escatimó ni economizó improperios ni amenazas de denuncias judiciales. Sergei no apeló.
Ya anciano y cansado, decidió terminar sus días en la vieja Hungría. De regreso en Dabas (a Budapest no pensaba volver, cuna de pedantes y corruptos profesores universitarios según sus palabras) lo recibieron algunos de los que todavía recordaban sus primeros pasos y aquel genial invento del cartógrafo a tejón, obra que quedará en los anales de los grandes descubrimientos de la humanidad en las artes físicas.
Hoy en día no hay constancia de que Sergei haya dejado descendencia, pero si uno visita Dabas y sabe preguntar en los lugares correctos, podrá encontrar a un muy reducido grupo de científicos, seguidores de la obra de Garkok. Estos catedráticos aseguran que Sergei nunca dejó de idear nuevas formas de ver la realidad, ni siquiera en su lecho de muerte. Y si uno tiene suerte, y el suficiente presupuesto para saciar la furibunda sed de estos acólitos, hasta podrá ser testigo del último invento del gran húngaro, un artefacto láser para trasportar materia a través de muros de concreto. Eso sí, a la mañana siguiente será imposible repetir el experimento. Una lástima para el mundo de la ciencia.