El fracaso de los negacionistas

Por Gabriel Michi

Con la confirmación de que Jair Bolsonaro tiene Coronavirus su discurso en busca de minimizar los alcances de la Pandemia se hizo añicos. Ya había ocurrido con Boris Johnson en Gran Bretaña que también contrajo COVID 19. Ambos países atraviesan una crisis de salud sin precedentes. Como también el del tercero de la triada: El EEUU de Trump está en jaque.

El poder implica responsabilidad. Y, cuando se ejerce en forma inadecuada se vuelve como un búmeran contra quienes lo detentan mal. En eso, el Coronavirus no perdona. Y sus víctimas así lo demuestran. Tres jefes de Estado de verdaderas potencias mundiales se negaron a tomar seriamente los alcances de la Pandemia. Fueron Boris Johnson en Gran Bretaña, Jair Bolsonaro en Brasil y Donald Trump en los Estados Unidos. Fueron «el club de los negacionistas». Y hoy sufren en su propio territorio no sólo esa postura de ninguneo de un problema mundial, con millones de infectados y miles de muertos. Y, dos de ellos, vieron como sus propios cuerpos se rendían ante el avance de ese enemigo invisible: Johnson y Bolsonaro. Trump no se ha enfermado, pero mucha gente de su entorno sí, y ni hablar del resto de sus conciudadanos. EE.UU. encabeza la nómina de países con más contagios y más fallecidos por el Coronavirus, que lejos de ceder con el paso del tiempo, hoy se corporiza en más de 50.000 nuevos casos diarios.

La novedad de que Bolsonaro dio positivo de COVID 19 (el 7 de julio) echó por tierra todas sus argumentaciones sobre la gravedad de esta Pandemia. Incluso lo dejó en offside frente a las permanentes prácticas irresponsables de abrazarse a sus seguidores y de, en muchas ocasiones, no usar barbijo ni respetar el distanciamiento social. Ni hablar de su prédica permanente anticuarentena donde presionó hasta el hartazgo a gobernadores y alcaldes que se resistían a aflojar las medidas para evitar más contagios. Hoy Bolsonaro tiene Coronavirus. Como más de 1,6 millones de personas en Brasil, un país que ya tuvo que lamentar más de 65.000 muertos en forma oficial. Ambas terroríficas cifras pueden ser aún más altas, según muchos especialistas. Hay quienes señalan que la cantidad de contagios habría que multiplicarla por 10, es decir, superando los 15 millones de personas.

Al confirmar que estaba infectado, Bolsonaro se quitó el barbijo ante los periodistas. Lo hizo para «demostrar» desde su rostro que se encontraba bien. Pero a nadie se le escapa que es un paciente de riesgo no sólo por tener 65 años sino por las secuelas que le quedaron en su cuerpo tras el atentado que sufrió en Minas Gerais, en medio de su campaña presidencial. El Coronavirus ya no es una «gripezinha», como había señalado el presidente brasileño y ahora se ha ensañado en su propio bienestar. «Me siento perfectamente bien», dijo para minimizar su preocupación. Y aseguró que se está tratando con Hidroxicloroquina, una droga que está en discusión porque no está demostrado que sirva para sanar el Coronavirus. Algo similar a lo que en su momento había declarado su admirado Donald Trump.

Por haber recomendado públicamente ese medicamento, Bolsonaro se quedó sin su segundo ministro de Salud, Nelson Teich, apenas 28 días después de haber asumido en reemplazo de Luiz Henrique Mandetta, quien había dado un portazo cansado de la política negacionista de su presidente y la falta de políticas activas para frenar al Coronavirus. Desde ese entonces (mayo) Brasil sólo tiene un ministro de Salud interino, el general del Ejército Eduardo Pazuello, quien no cuenta con ninguna experiencia sanitaria y que, alineado con Bolsonaro, ha tenido una actitud errática y poco efectiva. De hecho durante su gestión se superó la trágica cifra de más de mil muertos diarios por COVID 19. O sea, en medio de una crisis sanitaria sin precedentes, Brasil no cuenta con un encargado en la cartera fundamental para afrontar semejante desafío.

Las inconductas del presidente brasileño frente a la Pandemia fueron una constante: mientras se acumulaban los muertos, él se mostraba sin cubrecara, apoyaba a los que marchaban para que acaben las cuarentenas estaduales, se fue a andar en jet sky, fue a comer en un local al paso en un centro comercial, se abraz{o con sus seguidores, saludó bebes sin tener barbijos, e instó a sus fanáticos a que vayan a «inspeccionar» de prepo las unidades de Terapia Intensiva para revisar si había tantos enfermos (algo que ocurrió y en forma violenta), entre muchas otros depropósitos. La última acción irresponsable fue la de concurrir a la celebración del Día de la Independencia de los EE.UU. (el pasado 4 de julio) y abrazarse y mostrarse sin barbijo con el embajador norteamericano Todd Chapman, en la residencia del diplomático. Y ahora la preocupación es muy grande tanto entre los funcionarios de la Embajada como de los miembros del gobierno brasileño que allí concurrieron.

No es la primera vez que el vínculo entre Brasil y EE.UU. aparece ensombrecido por el fantasma del Coronavirus. Cuando Bolsonaro viajó al país del Norte de América, en marzo, para reunirse con Trump, al regreso varios de los integrantes de su comitiva reportaron COVID 19. El presidente brasileño se hizo tres test que dieron negativo, lo mismo que su mujer Michelle. Pero ahora, su suerte fue otra. Y padece en su propio cuerpo el efecto de aquello que vivió minimizando y negando. El búmeran del Coronavirus pegó de lleno en Bolsonaro.

Johnson, el primero en caer

El primer ministro británico, Boris Johnson integró también el «club de los negacionistas». Desde su gobierno sostuvieron en un principio que una forma de enfrentar la Pandemia era abrazarse a la denominada «teoría del rebaño». Es decir, que el mejor método era que la mayoría de la población se contagiara para así generar los anticuerpos y vencer al COVID 19. El costo era muy alto: la vida de las personas mayores. Al poco tiempo de no tomar medidas restrictivas y no aplicar una cuarentena fuerte, los casos en Gran Bretaña se empezaron a multiplicar ferozmente. Hasta colocarlo como uno de los países de Europa (y del Mundo) con más contagios y muertos. Ya para principios del mes de julio, el Reino Unido superaba los 280.000 casos y los 44.000 fallecidos.

A mediados de marzo, cuando el Coronavirus aparecía simplemente como una amenaza para el imperio británico, Johnson había señalado : “Debo sincerarme con ustedes, con el público británico: muchas más familias van a perder a sus seres queridos antes de tiempo. Esta es la peor crisis de salud pública en una generación”. Pero interpretó que no era tiempo de parar toda la economía. Es más, en ese momento incluso descartó frenar las clases en las escuelas. El resultado: el virus se propagó de manera exponencial y el 27 de marzo se anunció oficialmente que Johnson había contraído COVID 19. Su cuadro se fue agravando y el 5 de abril fue internado en un hospital donde pasó tres días en Terapia Intensiva. Pudo salir del sanatorio St Thomas recién el 12 de abril. Y le fue imposible reincorporarse a sus funciones por varios días.

El primer ministro británico quedó muy shockeado por lo que le había tocado vivir. Explicó que durante su internación le tuvieron que suministrar “litros y litros de oxígeno” para seguir con vida. Es más, hasta le había dejado indicaciones a los médicos «por si las cosas salían mal» .“Yo no estaba en un estado particularmente brillante y era consciente de que había planes de contingencia en marcha. Los médicos tenían todo tipo de arreglos sobre qué hacer si las cosas salían mal”, sostuvo. En su análisis estuvo omnipresente la posibilidad de morir.

A partir de ese cuadro de situación en general y el suyo en particular, el premier tomó más conciencia de la seriedad del panorama que enfrentaba. Y decidió cambiar radicalmente su postura, obligando a los británicos a una de las cuarentenas más duras que se vivieron en todo el Planeta. Incluso los memoriosos señalaron que no habían visto algo así ni siquiera en la Segunda Guerra Mundial y ante la amenaza constante de los bombardeos nazis sobre Londres. Sin embargo, esa reacción pareció llegar demasiado tarde y el cuadro de potenciación de la enfermedad siguió su marcha aunque, después de un tiempo, a un ritmo menos acelerado. La historia sería otra si desde un primer momento la actitud oficial para enfrentar la Pandemia hubiese sido acorde al real peligro que representaba.

El peor de la clase

Donald Trump se convirtió en un protagonista central de lo que no hay que hacer frente al Coronavirus. Desoye los consejos de sus médicos, no usa mascarilla ni barbijos supuestamente para no dar una imagen de debilidad ante la prensa, se reúne con gente sin el debido distanciamiento, hace mitines políticos, entre muchas otras cosas. Pero, lo más preocupante, es su prédica permanente para que se priorice la economía y se dejen atrás las cuarentenas rígidas que muchos Estados han decidido frente al paso arrasador del COVID 19.

Hoy, Estados Unidos es desde hace tiempo el país con más contagios de Coronavirus y el que más muertes ha tenido: hasta la primera semana de julio, 3 millones de personas resultaron infectadas y tuvieron 130.000 fallecidos. Para tomar una dimensión, en menos de siete meses representan casi dos veces los muertos de la fallida Guerra de Vietman (que duró 20 años, de 1955 a 1975) y casi 45 veces las víctimas fatales de los atentados contra las Torres Gemelas (el 11 de septiembre de 2001). Y para muchos especialistas ese sombrío panorama tiene un alto componente de responsabilidad en la mala administración que Trump hizo de la Pandemia, con actitudes cuestionables y malos ejemplos.

Un caso que lo sintetiza en un gesto (y que MundoNews lo desarrolló en la nota «La mancha venenosa de Trump») fue cuando el presidente norteamericano visitó una fábrica de hisopos para detectar el COVID 19 en Maine y no quiso usar barbijo. El resultado: tuvieron que tirar toda la producción de ese día por el riesgo de que hubiese sido contaminada por ese capricho del magnate. Un bien tan necesario para atacar y prevenir la Pandemia terminó en la basura simplemente porque Trump insistió en su postura anti-mascarilla.

La presión del presidente norteamericano sobre los gobernadores y alcaldes que dispusieron cuarentenas más estrictas a sus habitantes no sólo fueron expresadas una y otra vez a través de Twitter (una de las armas preferidas de Trump) sino también alentando a los ciudadanos (en general, fanáticos suyos) que marcharon por distintas ciudades reclamando la «reapertura» de la economía. Algunos de ellos incluso lo hicieron de manera violenta, llegando a ingresar armados, por ejemplo, al Capitolio de Minnesota para amenazar a las autoridades locales buscando que no extiendan la cuarentena.

Hoy EE.UU. se enfrenta a un rebrote aún más fuerte que el que habían sufrido en abril. Hay jornadas en que se superan los 50.000 contagios diarios y ahora el principal foco no está puesto en Nueva York (como lo era hace unos meses) sino en los Estados del Sur y del Oeste como Florida, Texas, Arizona y California. En muchos de esos lugares se habían cedido las regulaciones de aislamiento preventivo y ahora tuvieron que dar marcha atrás. Entendieron que la «doctrina Trump» abre la puerta peligrosamente a una propagación mayor de este terrible mal.

El fracaso del negacionismo

Así, los tres máximos exponentes del negacionismo frente al Coronavirus han visto jaqueadas sus posturas extremistas. Dos de ellos lo sufrieron en carne propia. El tercero, por ahora, dice que no se va enfermar porque toma todos los recaudos, algo que está en duda. Sin embargo, el problema es otro: cómo sus actitudes han puesto en peligro a sus propios ciudadanos. Algo que se demuestra en la caída de popularidad de todos ellos en las encuestas. Y, ni siquiera lograron que su prédica en favor de la economía brinde algún resultado positivo. Porque, según las estimaciones del Fondo Monetario Internacional, el PBI de Brasil caerá un 9,1%, el del Reino Unido un 10,2% y el de EE.UU. un 8%. Es más, la principal potencia del Mundo tiene un récord de desempleo que no se veía desde la «Gran Depresión» de la década del ’30 y hubo más de 40 millones de personas que solicitaron el subsidio de desempleo.

Pero, lo que es más grave, es lo irreparable: las miles de personas que murieron en esos países mientras que sus gobernantes miraban para otro lado. Minimizaban el problema. Priorizaban la economía. Como si se pudiera seguir produciendo cuando ya no hay vida. Como si no se entendiera que lo único irremediable, lo único tristemente definitivo, es la muerte. El bumerán se volvió contra esa mirada mezquina. Pero a costa de muchas vidas. De muchas historias truncas. Un precio muy alto para dejar en evidencia el fracaso de los negacionistas.

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