La matemática al servicio del buen romance
Por Javier Arias
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La conducta humana es una de las actividades en este mundo más difíciles de estudiar. O sea, si ponemos a un ratoncito en un laberinto, el pequeño peludo hará todo lo posible para salir lo más rápidamente de ahí como pueda, es una reacción esperable de semejante roedor. Pero si ponemos a un espécimen de la raza humana en una situación similar podemos presenciar la más diversa variedad de respuestas, estará quien trate de escapar por un rato, desista y se siente a esperar a que lo vayan a buscar, también tendremos al que directamente empezará a los gritos exigiendo que lo saquen de ahí amenazando con cartas documentos y denuncias varias, o el que la emprenda a zapatazos contra las paredes, o sea, de algo estamos seguros, nada es fácil con estos tipos, debe ser por eso que para este tipo de experimentos se siguen usando ratones.
Aunque convengamos, ninguno de nosotros, estimado y fiel lector, estamos libres del primer piedrazo, porque, sino, asegúreme en este mismo instante que cuando al control remoto se le comienzan a acabar las pilas no empieza a darle con más fuerza a los botonitos, como si todo pasara por la cantidad de presión en el dispositivo, ¿eso le parece una respuesta muy lógica a un problema cotidiano? No, no, no, no lo es.
Otra de las demostraciones irrefutables que evolucionamos del mono es la cantidad de veces que nos levantamos, en las tardes de domingo, hasta la heladera para comprobar que efectivamente sólo tenemos un frasco seco de mostaza, medio limón y el resto del pollo de la semana pasada. ¿Qué estaremos esperando? ¿Qué abran una sucursal de la Anónima en nuestro congelador? Lo que sí podemos asegurar es que la cantidad de veces que lo haremos será directamente proporcional al embole que nos estemos comiendo frente al televisor.
Otra de las grandes preguntas de los antropólogos y sociólogos modernos es por qué el hombre común cuando atiende un teléfono comienza a caminar en círculos mientras habla por el mismo. Algunas hipótesis aseguran que el ejercicio activa la circulación sanguínea, aunque otros afirman que es sólo hormigas en el traste, vaya uno a saber.
Mejor no hablemos de ciertas manías nocturnas, como taparse mejor ante ruidos desconocidos, valorando la gran defensa que puede resultar una sábana 50% polyester, 50% algodón, o no dejar caer la mano de la cama, o levantarse a cerrar las puertas del placard… Estudiosos de todo el mundo se hacen banquetes con nuestros reflejos noctámbulos.
Y si hablamos de la tecnología, ya la ecuación se pone harto compleja, generando situaciones inverosímiles, como cuando se corta la luz –algo por demás cotidiano por estas tierras-, y luego de andar dando vueltas entre velas y linternas nos metemos al baño y lo primero que atinamos es a darle a la perilla de la lamparita, y lo que es peor de todo, cuando no se enciende, nos enojamos, si será de dios con nuestra cabecita loca.
Existen estudios de ciertas universidades finlandesas que explican también la razón de por qué ocho de cada diez usuarios de microondas, cada vez que mete algo en el mismo, se queda mirando cómo gira el plato, lamentablemente no comencé aún mis estudios de danés, por lo que no tengo la menor idea de los resultados de tan magna investigación.
Las relaciones sociales es otro ámbito muy buscado por los analistas de las respuestas humanas, así al encontrarse un domingo por la tarde en el almacén dos conocidos se puede dar este tipo referente: “Hola, ¿qué hacés por acá?”. Uno ya responde en forma automática a este tipo de preguntas retóricas, pero si realmente quisiéramos ser originales podríamos responder “estoy vendiendo rifas ¿me comprás dos?”, o un filosófico “¿acá?, yo no estoy acá”, o sino “queda usted detenido”, eso sí, de esta forma nos aseguraríamos, con cualquiera de estas tres posibilidades, o un silencio incómodo o una visita sorpresa al neurosiquiátrico más cercano.
Lo que nos lleva a la conclusión que terminamos
Nota del autor: Información recogida de la página http://1031tensai.blogspot.com/
