Para conocer la Luna, prefiero las postales
Por Javier Arias
[email protected]
Recuerdo cuando éramos chicos y nos preguntaban qué queríamos ser cuando fuéramos grandes. Todos tuvimos una edad en que esa pregunta era fascinante y nos despertaba un cosquilleo en el estómago que antecedía al consabido “¡astronauta!”. Bueno, sí, seguramente habrá quienes convencidísimos respondían médico, veterinario o domador de leones, aunque de la misma forma no creo que levanten muchas manos si preguntamos cuántos respondieron oficinista, bancario o contador. No digo que esas profesiones no sean totalmente dignas, todo lo contrario, sino que convengamos que un púber que ande por la vida a los cinco o seis años esperando crecer para cumplir un horario de 8 a 16 sentado en un escritorio no es lo más común que podemos encontrar en un jardín de infantes, ¿no?
La cosa es que, querido lector, a la par de payaso, hombre rana y paracaidista, la profesión de astronauta debe ser la fantasía más recursiva de nuestra infancia, sino que lo diga el propio Quino, que vistió durante semanas a su Mafalda con una caja de galletitas como casco y un sifón atado a la espalda. Será por lo magnífico que resulta a los ojos de un niño (y de un no tan niño) la posibilidad de despegar en una misión sideral y ver la Tierra desde el espacio, seducción que ya han podido concretar algunos ricachones, que pagando montañas de dólares se transformaron en los primeros turistas espaciales. Pero, como todo, parece que no es oro cada cosa que brilla y que lo que vemos, la Tierra desde el espacio incluida, siempre dependerá desde el cristal que lo miremos.
Por ejemplo, atento lector, ¿alguna vez pensó qué hacen estos benditos cosmonautas con la basura? Porque no creo que tengan al camión recolector golpeando sus puertas a las ocho de la noche. Entonces, para no llenarse de porquería los bolsillos, la tripulación de la Estación Espacial ISS mete toda la basura no reciclable en cápsulas de retorno rusas y luego las dispara hacia la Tierra, para que se desintegren en el camino, transformando la fricción de la atmósfera en el incinerador más grande de la historia.
Otro dato que no nos cuentan cuando somos peques y nos proponemos como incondicionales aspirantes a cosmonautas es que por cada mes que los astronautas pasan en el espacio, el cuerpo pierde un diez por ciento de masa muscular y un uno por ciento de la ósea. O sea, si uno se queda un par de meses vuelve hecho una verdadera piltrafa humana, sin contar que debido a la falta de gravedad, el sistema circulatorio no tiene que hacer más fuerza y logra hacer llegar mayor volumen de sangre a la cabeza, lo que produce desagradables y molestas hinchazones de cachetes, pómulos y orejas, un verdadero desastre para los bailes de gala.
Y si hablamos de la dieta vamos por mal camino, en la Estación Espacial Internacional no hay heladeras porque los alimentos se conservan deshidratados o termoestabilizados. La pesadilla de todo productor del canal Gourmet.
Aunque tampoco comeríamos tan mal si hubiéramos cumplido nuestra quimera infantil, para desayunar, cereales con pasas, tortitas, batido de vainilla, té o café y una fruta; para almorzar, pueden ser tiras de pollo en salsa, macarrones con queso, arroz, jugo de manzana y frutos secos y para cenar, cóctel de camarones, filete ruso, macarrones con queso, ensalada de frutas y té con limón. Pero eso sí, si quisiéramos añadirle sal o pimienta solamente lo podríamos hacer en forma líquida, ¿se imagina salando un huevo frito en gravedad cero?
Y después de semejantes y pantagruélicos refrigerios, en su tiempo libre, como astronautas podríamos leer, ver películas, jugar a las cartas –me imagino que con naipes de plomo, hecho harto peligroso para cantar un vale cuatro con el ancho de espadas pegado a la frente-, hablar con nuestras familias, hacer ejercicio e incluso tocar instrumentos musicales. O si quisiéramos, contemplar arrebolados un amanecer o un ocaso terrestre, espectáculo que se repite cada 45 minutos en la Estación Espacial.
Para la hora de descansar la Estación cuenta con dos pequeños “dormitorios” individuales, con una bolsa de dormir y una ventana cada uno. Pero cuando hay más de dos personas en la ISS, el Comandante puede autorizar al resto de los astronautas a dormir donde mejor les venga en ganas, ya que con eso de la gravedad cero uno se larga a roncar flotando como un barquito de papel, eso sí, primero sería mejor atarse, no vaya a ser que en nuestro derrotero onírico hagamos trizas la vajilla espacial, que para reemplazar esa jarra de jugo no tenemos el almacén de doña Carmen de la esquina.
Pero no todo es flores en el espacio, los aspirantes a astronautas también tienen sus bemoles, como el día que nos enteremos que se recicla casi el noventa por ciento de la orina de los tripulantes, la imaginación no va a ser una buena compañera en ese momento. Es que conseguir agua allá arriba es un problema, por lo que si nuestra propia restricción del uso del líquido elemento nos parece estricta, pensemos en esos muchachos, que para asearse utilizan únicamente toallitas higiénicas, o que se cambian de ropa interior un día sí y otro no y las medias polares las tienen que hacer durar más o menos limpias un mes entero.
O sea, yo era uno de los que siempre quiso ser astronauta cuando era chico, pero a decir verdad, me alegro mucho que Cabo Cañaveral haya quedado tan lejos, ¿no?
Nota del autor: Información recogida de la página http://www.lostiempos.com