HISTORIAS CURIOSAS PARA CONTAR EN DÍAS DE LLUVIA

Aplausos por favor

Por Javier Arias
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Quisiera aclarar en estas líneas que si bien en esta columna trato de desgranar una o que otra historia pseudo intelectual, las mismas no tienen ningún valor científico, ya que son solo un rejunte mañoso con el único interés de acaparar atención en ciertos círculos sociales. Algunas veces servirán para conseguir el éxito social en una velada con desconocidos, otras, para conquistar con palabras doctas algún amor pasajero o hasta de generar una carrera política en la playa. De todas manera quisiera aprovechar la oportunidad para deslindar responsabilidades del uso abusivo de las mismas, por ejemplo para distraer a cajeros de banco y hacerse con cuantiosas sumas de arrebato.
Pero, como decía, si de algo carecen estas historias, es de rigor científico, y que aquí las escriba no significa que yo tenga una retención de conocimientos destacable, sino una aceptable capacidad de búsqueda. Por eso el desafío que me planteó hace unas semanas una compañera de trabajo no me tomó del todo por sorpresa. La cuestión era responder el por qué aplaudimos. O sea, de dónde salió la costumbre de aplaudir, en el teatro, en el cine, o a un espectáculo callejero.
Bueno, el tema es que la pregunta me quedó picando unos cuantos días, y a decir verdad, cada vez me gustaba menos la sonrisa sardónica de mi compañera al pasar los días y no tener una solución al problema. Así que, sin pretender dejar sentado ningún precedente, acá les dejo otra pequeña historia para contar en días de lluvia, “por qué aplaudimos, nos, los homo sapiens”.
Rebuscando entre libros y sitios de internet me desayuné con que la antropología afirma que nuestros antepasados hacían chocar sus manos para dispersar a sus presas o para hacer llamadas de advertencias al grupo.
Seguí buscando, pero desgraciadamente me pasó como a todo científico estudioso de la evolución humana, me encontré con el famoso eslabón perdido, ya que de los simios aplaudidores pasé directamente a los romanos, cosa que al principio me hundió en un estado traumático de desilusión académica, pero que logré superar y seguí con los estudios.
Podría desviar mi investigación y adoptar una veta religiosa, y dar una respuesta mística a este vacío intelectual citando las palabras de la Sagrada Biblia, que en el capítulo 47, inciso 1 del Libro de los Salmos señala “Pueblos todos, batid las manos; aclamad a Dios con voz de júbilo”. Pero creo que usted, amable lector, más allá de sus creencias religiosas, no está leyendo esta columna justamente para que yo le ande citando a la Biblia.
Así que, conformándonos con lo que natura da, sigamos con lo nuestro y digamos, con tono doctoral que se desconoce cómo el aplauso llegó a pasar a ser muestra de aprobación, y afirmemos categóricamente que ya en la época de los romanos batir palmas era utilizado por el público en los teatros y en el circo. Pocos serán los que quieran discutirnos este punto, a menos que estemos en una convención de estudiosos del Imperio Romano, a lo cual yo le aconsejaría cautamente que se abstenga de andar afirmando estas cosas.
¿Igual alguien en una reunión de neófitos le protesta la falta de profundidad? No se me asuste, que ya le doy argumentos contundentes, sí, más contundentes que la porción de torta galesa que pensaba arrojarle al entrometido.
También se dice que los antiguos griegos expresaban su aprobación a las obras de teatro vitoreando y aplaudiendo. Los romanos chasqueaban los dedos, aplaudían y hacían ondear la punta de sus togas. Ya en el siglo XVII, chiflar, pisotear y aplaudir era lo correcto para mostrar aprobación a un espectáculo. También en las iglesias, pero cuando el clero prohibió estas manifestaciones, toser, tararear o soplar por la nariz pasaron a ser la forma en que se aprobaba un sermón brillante o un coro bien entonado. Que quedemos, es un poco más civilizado, pero no por eso menos humillante, especialmente eso de soplar por la nariz.
Ahora falta que le agreguemos un poco de psicología, que es algo así como el jengibre, poco sazona, mucho nos hace toser. Aclare la garganta y diga, sin asomo de duda, que los psicólogos afirman que cualquier forma de aplauso satisface la necesidad humana de expresar una opinión, y además da a la audiencia la sensación de que está participando. Palmear una mano contra otra para expresar aprobación posiblemente se derive de palmear la espalda de alguien cuando lo felicitamos. Como los espectadores no pueden palmear a los actores en la espalda, aplauden. Aplaudir también es una forma de expresar la emoción reprimida o el deleite. Y ya está, dijo la palabra secreta, cuando se juntan en la misma frase “psicología” y “reprimida” uno ya tiene más de tres cuartas partes de la batalla ganada.
Y ahora como broche de oro una referencia histórica con su reflejo en la actualidad. Con eso uno ya es Gardel, Lepera y los 40 guitarristas.
Entorne los ojos y declare que desde la época del Imperio Romano se contrataban personas para que aplaudieran durante un evento. Por ejemplo, el emperador Nerón pagaba a casi 5,000 plausores (que así se llamaban estos buenos señores) para que aplaudieran sus apariciones en público. Hasta se habían especializado, ensayaban dos tipos de aplauso: imbrex, con las manos ahuecadas, y testa, con las manos planas.
Se viene el golpe de gracia,un poco obvio, pero no por eso menos eficaz.
Más tarde, se recurrió al truco de colocar entre el público a personas contratadas para aplaudir llamadas claque, palabra francesa que quiere decir aplaudir y animar a los espectadores a que siguieran su ejemplo. Esta costumbre se extendió en los teatros de Nueva York, en el Metropolitan Opera House y todavía era común a principios del siglo XX en los teatros europeos, y en nuestros días, se sigue viendo a diario en las series del canal Sony.
Acá puede darse vuelta con tranquilidad, tiene asegurado el éxito social.

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