The Wild: La leyenda del Rock – Parte 51

Marzo de 2020: ¿Y dónde está Frank?
Lo dejamos a Smog y su Fender, y volvimos a la administración del Instituto. Nuevamente nos acercamos a Esther, la recepcionista, una mujer muy agradable de unos 45 años, y le pedimos más datos de aquel misterioso Anselmo Spotirri.
– No sé si debo darles esa información – Nos detuvo Esther.
– Esther, la necesitamos, estamos haciendo una importante investigación de la banda más legendaria del rock, y nuestras intenciones son solamente periodísticas, nadie va a salir lastimado de esta tarea, al contrario, queremos reflotar a estos genios olvidados, y darles el lugar de respeto y recuerdo que se merecen.
Luego de insistirle un rato, accedió a darnos un número de cuenta bancaria de la que les llegaban los pagos mensuales.
Con estos datos, recurrimos a un amigo hacker, especialistas en cuentas personales de todo tipo, y fuimos a dar, efectivamente, con un tal Anselmo Spotirri, 73 años, argentino (nacido en Puerto Madryn, Chubut, ese dato no cerraba con Frank, pero bien podría haber sido falsificado, como su nombre actual), y con dirección en la ciudad de El Bolsón, Provincia del Chubut, calle Subida de Márquez Sin Número, Esquina Avenida Belgrano.
El corazón me latía sin frenos, ¿Estaría allá Frank? Comenzamos a imaginar situaciones alocadas, Frank armó una secta adoradora de la grosella, Frank tiene una plantación de frutillas gigantes, Frank está descansando de una vida agitada, Frank da clases de guitarra a los chicos del lugar, Frank está vivo, como dice Calamaro, “Está lavando la limo, Cuando el sol empieza a caer, Supongo que está en su casa en una bata de seda mirando diez canales a la vez”.
El mundo estaba comenzando a padecer la cuarentena por la nueva pandemia del Covid-19. Argentina aún estaba libre del virus y todo era razonablemente normal hasta ese momento. Muchos países ya habían declarado una cuarentena total, y nuestro país estaba cerca de hacerlo. De todas maneras, nos arriesgamos y partimos hacia al encuentro probable con el gran Frank Spoth. Era el 3 de marzo, nos subimos al auto con dos valijas escasas, y encaramos hacia el Bolsón.
El viaje era largo, pero la ansiedad superaba todas las demoras.
Luego de varias horas arriba del auto, interrumpidas sólo para cargar nafta y comer algo, en algunos paradores de la ruta, llegamos a la ciudad. Era casi otoño, pero aún hacía calor.
Las calles arboladas, los campos aledaños, llenos de vegetación, se iban marchitando poco a poco, dando lugar al inminente otoño y luego al invierno frío y húmedo de la zona. Pero aún había flores y hojas verdes, insinuando la abrumadora belleza de la región.
Llegamos casi de noche, y nos instalamos en el Hotel La Escampada. Dejamos las valijas en la habitación y bajamos a cenar.
Mientras estábamos entre la gente del lugar, preguntamos si alguien conocía a Anselmo Spotirri, un vecino de la ciudad.
Un tal Romualdo Anterrez se nos acercó. “Yo lo conozco” nos dijo. “Hace años que Don Anselmo vive por acá, calculo que desde 1980. Se dedica a cultivos regionales. La esposa hace artesanías con madera y las venden en la feria artesanal. Un tipo macanudo, muy generoso.
Eso nos bastó. Fue suficiente como para ponernos a latir el corazón a toda velocidad.
Aquella noche, en la habitación, no pude dormir. Me pasé la noche escribiendo una y otra vez, lo que le iba a preguntar, lo que le iba a decir.
Llegó la mañana, salió el sol, y sin dormir me di un baño y bajé a tomar un café, aún era muy temprano para ir a la casa de Don Anselmo.
Finalmente, se hicieron las diez de la mañana y no aguantamos más. Agarramos el grabador, la cámara y hacia allá nos fuimos, a la quinta de Spotirri.
Llegamos, para el auto en la puerta, al costado de una tranquera desvencijada.
Alrededor, una explosión de colores ocres, propios del inminente otoño, y un paisaje que se mostraba como un paraíso en medio del planeta . Bajamos, golpeamos las manos a modo de llamado una, dos, tres veces, cuando de repente, caminando por un camino de lajas que salía desde atrás de unos arbustos, se acercó una señora mayor, unos setenta años, menuda, con trenzas largas y rojas, pecas y ojos grandes. Se acercaba sonriente.
No había dudas. Aquella mujer salida de un cuento de hadas, no era otra que María Teresa Saldivia, la primera novia de Frank.
Continuará…

Por Carlos Alberto Nacher
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