Página de cuento 797

Kachavara For Ever – Parte 40

Por Carlos Alberto Nacher
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Por fin amaneció, entre el cielo, el mar, el llanto ocre de las olas abofeteando al casco de la nave, el capitán, incólume, oteando el horizonte como si ya conociera cada metro de toda la inmensidad verde azulada que tenía por delante.
Los marineros que se habían dormido en la cubierta despertaron, uno a uno, y como si fueran pequeños y muy movedizas pieza de un engranaje arcaico, se dieron a las tareas pre-programadas para cada uno, esperando que desde la cocina los llamaran a desayunar, un lugar asqueroso donde reinaban las ratas, las romeraias, la cataplejías, las cucarachas y diversas alimañas alusivas al recinto.
Teníamos hambre, no comíamos desde aquella torta frita en el refugio. Pensé en atacar a Arthur y robarle el chorizo cantor y levitante, o bien cocinar al tatú carreta de Azizan, pero abandoné aquellos pensamientos malignos al olfatear un aroma que provenía de la cocina: el característico olor del guiso de panceta tiernizada, repollo, hueso, rúcula y queso rallado parmesano, aderezado brevemente con cilantro, jengibre, cardamomo y bartichoto caribeño. Me dejé llevar por aquel olor, cuya combinación con el tufo avinagrado de los marinos y la sal del agua lacustre que se incrustaba de lleno en nuestras fosas nasales, me retrotraían a vagos recuerdos inverosímiles de mi infancia.
Empujé sin compasión a dos o tres verdes que se agolpaban en la puerta de la cocina y de un salto me encontré frente a las espaldas del mismísimo cocinero, que tenía un terrible olor a transpiración y a pescado. Estaba con el torso desnudo, amasando dos albóndigas de carne picada común bajo sus axilas (que a la sazón tenían abundantes pelajes). Al notar mi presencia detrás suyo se volteó, sin dejar de amasar las albóndigas ejerciendo un movimiento giratorio con los brazos, y al verme gritó:
“¡No lo puedo creer! ¡Pero si sos Karcha! ¡Viejo lobo de mar! ¿Cómo andás tanto tiempo?” “Es Kacha, abreviatura de mi apellido, Kachavara. Pero pero pero pero…” “¡Sí Karcha, soy yo! ¡El mismísimo Erudan Colpis, tu viejo amigo del alma!” “¡El gordo Colpis! ¡Pero no estabas muerto vos?” “Sí, pero por suerte resucité y me reencarné en esto que soy ahora.”
El gordo Colpis era una porquería de ser humano. Un verdadero sorete de carne, sucio, mugriento y oloroso. Siempre pensé que estaba destinado a llegar muy lejos, y yo lo quería mucho. “Gordo, me podés dar una de esas salchichas de perro que tenés en la olla.”
Aquella olla destellaba llamas llorosas. De repente, un fuerte golpe en la puerta de la cocina anunció la entrada violenta y triunfal del capitán, que sin mediar una sola vocal se dirigió directamente hacia mi persona.
El capitán me miró a los ojos y me dijo: “Aeuaeuaoau, au au au, oioio aaaa”
Lo miré al traductor sin orejas, que con desdén y sin mirarme tradujo: “Yo sé quién es usted, Kachavara” “¡Por fin! ¡Al fin uno que pronunciaba bien mi nombre!”
Las toledonas que estaban enfrente se rejaljaban contra los oropimentes cónicos y caleidoscópicos que colgaban de la pared del oloriento bodegón.
Un cuchillo de obsidiana voló por el aire y se clavó apenas a milímetros de Fatimota, quien en ese momento entraba a la cocina, acompañada de Tania, Brigitte y Mahama.
El capitán las miró y exclamó: “¡Auauauoua! ouuuu ouuuu aiaiaiaiaiaia” Enseguida, el traductor sin orejas tradujo “¡A la marosca! ¡Pero qué lindas señoritas!”
Ahí me calenté. Pegué dos estornudos, le saqué las albóndigas de las axilas al gordo Colpis y se las revoleeeé al capitán en la trucha. El gordo Colpis entró en un trance de pánico, arritmia e incluso una andanada de gases seguidos de diarrea líquida que, desde muy pequeño, se le disparaba incontenible en momentos como éste.
Enseguida, masas de carne mezcladas con pastas harinosas volaron por el aire.
Todo se putrefactó.
Continuará…

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