Página de cuento 795

Kachavara For Ever – Parte 38

Por Carlos Alberto Nacher
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El barco zarpó, en medio de una nueva lluvia de cenizas volcánicas que arreciaba, que iba fundiendo los metales de las calles, que derrumbaba edificios otrora tan firmes como la misma roca, y ahora convertidos en marionetas de papel.
Nos acomodamos en la cubierta trasera, cerca de la popa, mientras el capitán caminaba a babor y a estribor, calculando daños, sopesando estrategias de escape. El lago se iba tiñendo de rojo y el agua casi hervía. Debajo, la roca se licuaba como un pedazo de plástico a las brasas.
Un enano, aferrado al cabrestante, daba órdenes a la tripulación. Todos eran de color verde, todos corrían, tiraban de las sogas, gritaban, La borda sucumbía y volvía a nacer entre las olas locas del lago, calientes.
El capitán, aferrado al timón en el puente de gobierno, miraba altivo, por sobre el punto medio, con actitud vencedora.
A lo lejos, las hermanas Karya, furiosas, seguían arrojando lava hacia todos lados. Era como si quisieran desterrar para siempre, de la memoria de los hombres, a nuestra vieja ciudad.
El agua sucumbía frente al navío, que bamboleante avanzaba hacia la nada de la superficie acuosa.
El enano gritaba bajo las olas y las cenizas que caían sin cesar.
Miré por sobre la borda, me asomé para ver el último instante de nuestra vieja ciudad, que comenzaba a hundirse bajo la madre de todas las madres de la roca viviente y mortal, que abrazaba desde abajo a sus cimientos, y azotaba desde arriba a sus construcciones.
Todos los subtes inundados de lava, los túneles, y la ciudad cedió. Lentamente se fue hundiendo en la tierra misma, lentamente se iba convirtiendo en olvido.
Entonces, por fin, lloré. Lloré una hora, un año, un siglo. Lloré eternamente.
Lloré, lloré, como un niño pequeño, al ver a mi ciudad hundirse en el magma caliente, lloré al ver desaparecer entre el fuego a mi infancia tan feliz, a mi Peugeot 504 de juguete, campeón de mil carreras, masillado y con una cuchara en el tren delantero, a mi adolescencia incierta y curiosa, a mi juventud, ansiosa, veloz, necesitada. A mi mejor amigo, mi primera novia, mi otro mejor amigo, mi otra primera novia, mi bar de pooles añosos con su barra de baquelita y estaño, mi flipper que me daba partidos gratis, mi placita donde nos sentábamos a besarnos con la Gladys a veces, y otras a jugar legendarios partidos de narigoball con los muchachos de la barra, entre los árboles antiguos. Lloré porque me fui para siempre, sin despedirme, de aquellas veredas regadas de la mañana, del olor del pasto húmedo, de aquellas vecinas con ruleros barriendo la vereda, de las noches interminables en mi pieza, tocando la guitarra con mi amigo Walter, de aquellos partidos de truco en la calle, de aquellos bailes callejeros de carnaval, de mi vieja esperándome en la puerta con el sánguche de salame, de aquel viejo Fiat 1100 que no arrancaba nunca, de los bailes, de los amores, de los amores imposibles, de la Rosita que me miraba desde la ventana y se escondía. Lloré y me pregunté si valía la pena escapar, si no era mejor quedarse a morir con toda aquella felicidad perdida.
Pero la miré a Fatimota, con su espalda perfecta, y la fórmula de la felicidad allí escrita, y me contesté que no, que a pesar de haberlo perdido todo, a pesar de que todo aquello vive ahora sólo en mi recuerdo borroso, no hay nada más maravilloso que volver a comenzar, y guardar para siempre a lo más fantástico que nos regala el tiempo: la dulce nostalgia del barrio viejo y suburbano.
Allí comencé a estornudar del lado derecho, y nunca más pude detenerme.
Continuará…

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