Página de cuento 791

Kachavara For Ever – Parte 34

Por Carlos Alberto Nacher
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Primera persona
Por fin alcanzamos el mítico Parque Fafofu. Aquel predio inolvidable donde miles de parejas se habían besado por primera vez, mirándose a los ojos, con la complicidad propia que da el amor correspondido. Las plantas de aquel parque, en tiempos apacibles, crecían gracias al amor de las parejas que allí se besaban. Se coloreaban con los colores del amor. Y así los crisantemos, crisantelmos, los crisisantelmónidos, los sacripantis en flor, cuando llegaba la pripriprimavera, la estación de las flores, los aviones que despegaban del aeropuerto Los Tordos, y pasaban por encima del Fafofu, dejando sus turbinas un halo imperceptible del humo de la nostalgia, mientras allí abajo, sentados en un banco de madera del parque, estábamos mi novia y yo, en tiempos de la dorada adolescencia, y nos dábamos un beso y nos tomábamos de la mano y yo le decía: “Te amo, Suzzy Suzyhz”, que así se llamaba ella. Eran momentos cuando el cielo se llenaba de colores ultravioletas, cuando ella me miraba a los ojos y los árboles se ponían a bailar una salsa de Tito Puente, el rey del timbal, y ella me acariciaba la cara y ahí nomás los pájaros se convertían en paraguas y comenzaban a llover sopapas negras y marrones, que se adherían al asfalto con su cabezas convexas, y se pegaban a los brazos y las piernas, y a pesar de ser tan molestas, este meteorito benigno nos hacía reír, y jugábamos guerra de sopapas con Suzzy, y éramos felices.
Ahora, miro a mi alrededor y veo desolación, destrucción, fuego, y las miserias humanas a flor de piel. La Muerte abarca todo. La Muerte se adueña del entorno, del contexto. La Muerte es pragmática y no le importa nada. Es como la Madre Naturaleza: ella no mata, lo mismo que la Muerte, que no mata, porque si lo hiciera estaría faltando a su primer y más importante axioma: siempre se muere, pero no por causas sobrenaturales, nadie muere de causas sobrenaturales y la Muerte así, con mayúscula en su letra inicial, es un nombre propio, entonces, es una referencia, una a lo sobrenatural. Y no es una metáfora, sino una alegoría del ciclo natural. Es como un pomo de El Bombero Loco, como un rulero con globo que dispara bolitas de paraíso. De lo contrario sería la era del vacío, o peor aún, la era de la nada.
Llegamos al parque y nos detuvimos por un momento, en medio de un claro entre árboles caídos algunos, otros en llamas. Miré hacia atrás. El resto de la gente nos había seguido, mis conocidos, mis desconocidos. Todos se detuvieron, como esperando el próximo movimiento de mi parte.
Corrían los montoyas con desesperación, volaban los austeros titiripedos, unas aves de tres alas y timón de cola que salían desde una grieta en la tierra, que se había abierto sorpresivamente como un nuevo cráter de un volcán urbano e inesperado.
“¡Mira Anthony! ¡Allá en el horizonte se ve al lago Mamomu! Y parece intacto.” Así me dijo, con una voz en la que, inexplicablemente, aún persistía la esperanza. Y allí estaba, azul, celeste, cian, con su oleaje suave, con sus costas llenas de conchas, con sus canchas de volei, sus bares de playa hechos con troncos de ipuriperá, sus mujeres en unikini y en monokini, sus instructores de tróleon al aire libre. Me dieron ganas de llorar, de abrazar a Fatimota y llorar. Pero no había tiempo. Debíamos correr ya mismo, y sin patinar, al corazón del lago Mamomu.
Continuará…

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