Página de cuento 790

Kachavara For Ever – Parte 33

Por Carlos Alberto Nacher
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Una nueva explosión destruyó la puerta de acceso al refugio, dejando a todos al descubierto. El sol de la tarde iluminó el interior del refugio, mientras la gente allí reunida se despertaba abruptamente. Desde allí se veía la claridad del cielo, amarillo, y la intermitente lluvia de cascotes llameantes. Anthony tomó de la mano a Fatimota y la empujó hacia allá (era la izquierda). “¡Vamos! ¡Corramos hacia el Parque Fafofu! Es nuestra única alternativa de sobrevivir a esta locura de la naturaleza.”
Corrieron hacia allí. El resto los siguió, como autómatas. Anthony sacó a relucir su condición de líder innato, cualidad de la que en ocasiones se abusaba.
La ciudad estaba destruida. La avenida Jajoju en ruinas, los grandes y lujosos negocios de antaño yacían y eran sólo escombros. Al pasar, Anthony se tropezó con la marquesina luminosa, yacente, muerta, del Teatro Mongerville, testigo de grandes obras teatrales que hicieran las delicias del público presente, tiempos felices donde actores de la talla de Okonkole Roldán, o el inefable Rapsodio Makalala se regodeaban en su arte. Títulos inolvidables, verdaderos clásicos de la picaresca, como la recordada “Mi marido es un garbanzo”, o “Doctor de polutas”, o “Todos los órganos van al cielo”, o “El besugo desnudo”, o “Porotos a la vinagreta para la cena”, o “Mi suegra es un dragón prediluviano”, o “Sacame la tanga burundanga”, o “Eran tres las mellizas”, esta última con la participación de las hermanitas Norma y Mimí Sugarman, dos vedettes con grandes contenidos de carne muy pero muy bien distribuidas (así las recordaban tanto Anthony como Arthur). Lamentablemente, el público ausente no pudo disfrutar de estas maravillas artísticas de antaño y, en pos de respetar el orden temporal de las cosas del universo, estamos obligados a agregar que, de ahora en adelante, todo el público que se reprodujere, naciere, resucitare o inmigrare a nuestra destruida ciudad, será un público ausente, y todo este glamour antiguo, toda esta falsa idolatría por estos ídolos de cartón, que eran dueños de una soberbia intolerable, y que se creían semidioses, quedará reducido a la nada, o a menos que la nada, porque la nada tiene algo, que es, justamente, el vacío, un recurso de la física que bien utilizado puede producir cosas maravillosas, como la no reducción de la velocidad de una nave que recibió un impulso inicial y luego apagó el motor. Pero las marquesinas oxidadas no tienen ni siquiera eso: no tienen nada de nada.
Corrían, tropezaban, corrían, recordaban. Los escombros les decían a gritos, la nostalgia no se quemaba ni siquiera con el fuego volcánico. Allí, junto al cadáver humeante de un buzón cuatro puertas, yacía lo que otrora fuera la entrada del taller de acupresión, quiropraxia y moxibustión del Doctor Andro Miroslav Kachavara, un primo lejano de Anthony. No quedaba ni un solo resabio de vegetación, aquella exuberante verdosidad que ornupentaba y maxiforileaba todo el entorno, el pragmatismo del contexto, el Aureliano verde de la solidez urbana, que dejaba a todos atónitos y a resguardo de las plantas carnívoras hoy desaparecidas. No quedaban ni duraznos, ni almendros, ni cerezos, ni ciruelos, ni damascas, ni damascos, ni higos ni manzanos.
El panorama era desolador, y eso que había mucho sol aquella tarde. Era como si el sol se hubiese acercado a nuestro planeta soberano y se nos estuviera riendo en la cara.
Anthony llevaba a Fatimota y a su fórmula de la felicidad de la mano, pero también miraba para atrás, el muy cuerno, para ver cuán cerca lo venía siguiendo Tonia, y de paso verificar que Mahama y Brigitte también lo siguieran.
Siguió corriendo mientras a su alrededor caían maderos prendidos fuego, columnas carbonizadas y debilitados sus hormigones armados, automóviles incendiados. Mientras corría, Anthony soñaba que estaba durmiendo una fresca siesta debajo de una higuera, en su casa materna.
Continuará…

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