UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Cuarenta y dos años, seis meses y cuatro días

Por Javier Arias

Todos alguna vez sentimos esa extraña sensación de haber vivido un momento. De repente detenemos nuestro paso, miramos hacia atrás y nos sentimos desorientados y le decimos a quien tenemos a nuestro lado, esto ya lo viví. Sabemos que es imposible, que el continuo espacio tiempo es justamente eso, continuo, por lo tanto impracticable. En una de esas salta alguien respondiendo sobre vidas pasadas, hecho mucho menos comprobable, ya que si remotamente fuera posible eso de las reencarnaciones, y no estoy diciendo que lo sea, ¿qué sentido tendría reencarnar sobre la misma persona, en el mismo momento y con el mismo entorno como para que de repente, en una fracción de segundo, darnos cuenta que ese momento ya lo habíamos vivido? Y si fuera así, estúpidamente así, ¿por qué seríamos conscientes sólo en ese instante y después todo se desvanece como una pompa de jabón?
Martín había pensado mucho en todo esto, de hecho, desde que tuvo esa primera experiencia a los siete años y medio no paró de pensar en eso. Cursó la primaria, estudió para las pruebas, hizo la tarea, tomó la leche, vio la Pantera Rosa, entró en la secundaria y sin repetir ningún año a pesar de llevarse varias a marzo se recibió de técnico electromecánico, tuvo un par de novias, debutó con una señorita abonando la suma correspondiente, se casó con Marta y se transformaron en Marta y Martín, tuvieron dos niños, todos los veranos pasó sus quince días de vacaciones en Miramar y todo ese tiempo, cada uno de los minutos que transcurrieron desde esa primera experiencia a los siete años y medio los empleó, aunque sea en parte, para pensar en eso.
¿Cómo era posible que hubiera sentido que ya había vivido ese momento? En cuarenta y dos años, seis meses y tres días había llegado a cientos, miles de hipótesis que fue descartando una a una con diferentes argumentos y seguía pensando. Sus amigos siempre habían dicho que era muy taciturno, sus padres lo confirmaban.
Pero una mañana, luego de cuarenta y dos años, seis meses y cuatro días dejó de buscar una explicación y descubrió, en ese instante, y con toda la información que había recopilado en ese tiempo, que la cuestión no era ni filosófica ni religiosa, ni siquiera espiritual, sino que era un mero hecho físico, causado por ciertos movimientos, que una vez estudiados, como en efecto él había hecho casi inconscientemente desde niño pero sin saberlo, no eran para nada imposibles de abarcar con el entendimiento, todo lo contrario.
Decidido, Martín se levantó por primera vez en su vida con un propósito definido, aguardó el momento preciso, se acercó a Marta, la abrazó y la besó suavemente en los labios. Justo en ese momento practicó los movimientos que había descubierto, con la absoluta certeza de que funcionaría. Y Martín en ese momento descubrió la inmortalidad. Después de cuarenta y dos años, seis meses y cuatro días Martín logró su propio y voluntario dejá vu y vivió por siempre en ese beso que para Marta fue sólo un chispazo de felicidad.

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