UN CUENTO DE MIÉRCOLES

La señora Aguirre

Por Javier Arias
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El sol apenas se recorta en el horizonte y las penumbras que alojaban los terrores nocturnos se comienzan a disipar a jirones. Ahí está de nuevo la señora Aguirre, cerca de la iglesia, como cada día, esperando que abran la puerta del cielo y recibir la bendición de todas las mañanas, de todas las tardes, de todas las noches.
Nadie sabe mucho de la señora Aguirre, es casi como que nació con el pueblo, o un día llegó, pero nadie la notó hasta que se hizo carne en la mirada de cada uno de los que se la cruzan camino al trabajo. Nadie sabe nada de la señora Aguirre, más allá de esos palitos que la sostienen, esas manos de papiro y esos ojos compasivos y comprensivos, que vivaces recorren la plaza.
Y ahí está la señora Aguirre, cada mañana, convencida que Jesús la ama, esperando que abran las puertas del cielo.
Y luego, por la tarde, camina lentamente, paso a paso, hacia su pequeña casita de adobe, a prepararse ese mendrugo que la mantendrá de pie otro día más. El fuego trémulo de la hornalla dibuja extrañas sombras en la pared sobre la cama. Y ella, sola en la pequeña habitación, siente un escalofrío que le recorre la espalda mientras las mira concentrada.
La verdura borbotea en el viejo cazo y la señora Aguirre sigue detenida en el tiempo, absorta en las sombras que ya no son sombras, sino caras y gestos, nombres que la visitan desde el pasado.
La señora Aguirre guarda un pequeño secreto, algo que no se lo ha contado a nadie, un asunto de grandes, un asunto de familia, y que ha escondido como un fruto envenenado, enterrándolo en el fondo de su corazón.
Cucú cucú cantaba la rana. Cucú cucú debajo del agua. Vuelve a mirar las sombras y un rezo quedo se dibuja en sus labios, mientras la verdura le avisa que está lista. Ella sabe que a pesar de todo Jesús la ama, que Dios la bendice y que el cielo guarda un lugar para los que oran.
Apenas ha tocado la verdura del plato, cada día necesita menos, o menos es lo que su cuerpo acepta. Sentada a la mesa desnuda y con mil marcas, casi como su rostro, casi como su alma, la señora Aguirre vuelve a repetir como una letanía cucú cucú, le pidió un ramito, cucú cucú no le quiso dar, cucú cucú, se puso a llorar.
Y las lágrimas comenzaron a rodar en silencio, recorriendo los intrincados senderos de sus arrugas. Es que la señora Aguirre resguarda ese secreto como si fuera un tesoro, pero es la vez caudal y miseria, que la ha traído hasta esa casita de adobe, hasta ese pueblito perdido del sur. Ya está apagada la hornalla, pero las sombras siguen ahí. La señora Aguirre las reconoce y las saluda, como todas las noches, como aquellos días que no eran sombras y sí tenían nombres. Y se va adormeciendo escuchando sus gritos, escuchando sus órdenes, y los golpes de metal sobre la carne, los llantos y los chirridos de las rejas.
Pero se despierta de golpe, la espalda le recuerda que no puede dormirse nuevamente sentada a la mesa. Se levanta con dolor y, dejando el plato enfriándose en la oscuridad, se tiende en la cama, buscando un sueño blanco que la libre por algunas horas, al menos, de las sombras que siguen vivas en la pared.
Y otro día la encuentra a la señora Aguirre, en el banco de la plaza, creyendo a pesar de todo, que Jesús la ama, aguardando la bendición diaria que la lave de ese secreto que la acompaña y que lo hará, sin dudas, sin remordimientos, sin culpa, el día que por fin abran las puertas del cielo.

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