Página de cuento 684

Ciudad Yogur – Una historia de amor, de locura y de leche. Parte XVIII: Peggy

Por Carlos Alberto Nacher
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De pronto me encontraba en la calle, una calle oscura y húmeda, en la parte trasera de la Regurgitation Discotheqhe, en la esquina se encontraba un camión recolector de residuos orgánicos vaciando unos contenedores con vísceras de mamíferos para consumo. Alrededor de él merodeaban unos mendigos semidesnudos y de tanto en tanto los recolectores, por pura diversión, tiraban unas tripas a aquella jauría humana, no por solidaridad con aquellos desposeídos, sino con el objeto de ver cómo se pelaban entre ellos por una mísera pieza de intestino.
Las cuatro chicas, a quienes había soltado, sorpresivamente me seguían con sumisión, quizá atemorizadas por aquella muchedumbre hambrienta que se desplazaba de aquí para allá, y que, por el contrario, tan concentradas en encontrar comida, parecía no habernos detectado. Observé el otro flanco, la otra esquina, debajo de unas chapas oxidadas algo destellaba. Me acerqué: era una caja azul, parecida a la que había visto noches atrás en la panadería. La tomé, no pesaba demasiado.
“Albert, queremos decirle algo.” Me dijo Peggy con la voz muy baja, en un tono confidencial, como si fuera a revelarme un secreto peligroso. “Esperen, antes debemos llegar a un lugar más iluminado. Caminamos unas cuadras, ya no pensaba en encontrar a Teté, la había perdido en la disco, y ya era muy tarde. A lo lejos, en el horizonte oriental, estaba empezando a amanecer.
Julie, con el pelo suelto y despeinado, se mostraba con una sensualidad inusual. El brillo de su piel negra contraluz de unos reflectores lejanos le daban una apariencia incorpórea, algo así como el aura de una virgen que se revelaba ante la gente. Todas eran muy bellas, Mary mantenía la mirada fija en la lejanía de la noche aún cerrada, llevaba un vestido que no le cubría la espalda y dejaba ver aquella perfecta conjunción de huesos y pequeños músculos alineados en torno a la columna vertebral.
“Insisto” dijo Peggy, “tenemos algo que decirte, Albert”.
Miré la caja azul, las miré a las mujeres.
“Ya sé, creo entender lo que está sucediendo. Me van a decir que ustedes me aman ¿no es así?”
Peggy lanzó una mirada sostenida a las otras muchachas, en sus ojos se notaba su resignación. “No sé qué es lo que sucede, todo es muy vertiginoso, es como una montaña rusa de sentimientos, una sucesión de hechos que a priori se muestran inconexos, pero que no lo son. La sorpresiva decisión de las cuatro de salir esta noche sin compañía alquilada, el encuentro con usted en la disco, las bebidas de colores, con cremas de leche de vacas transgénicas, la música repetitiva, la oscuridad de la noche, las muertes en la calle, todo eso que parece rutinario, hoy no lo fue. Algo cambió en la atmósfera, algo en el aire que respiramos, no es normal. Incluso el diario, que se multiplica exponencialmente con nuevas noticias de más y más crímenes amatorios. En fin, todo este preámbulo es para decirle que usted nos gusta, que queremos salir con usted.”
“Señoritas, en primer lugar, debo encontrar mi automóvil, que lo había estacionado cerca del bar El Toto, pero eso fue antes del atentado en el bar. Luego, debo reflexionar acerca de sus declaraciones, y para eso en primer lugar debo llegar a mi departamento, darme un baño, servirme una chocolatada bien frapé, encender un sahumerio, preferentemente musk, o patchouli, y luego decidir cuáles serían los pasos a seguir. En este mundo nada es gratis, nada es porque sí, incluso la nada es algo. Pero lo más cercano a la nada es, sin duda, el amor. Y a esta conclusión se llega de una manera muy sencilla, dado que si partimos de que el precio por nada debería ser, indudablemente, nada (a menos que se trate de una estafa), y que el verdadero precio del amor, y con esto me refiero al amor puro, incondicional, decía, que el inevitable y exacto precio del amor debería ser, efectivamente, nada, entonces concluimos que, desde el punto de vista económico, el amor y la nada son la misma cosa, no se diferencian. Por lo tanto, ¿vale la pena castigar a los que profesan el amor a escondidas? Creo que sí, porque se trata, simplemente, de una pérdida de dinero para el estado. Es por eso que ustedes me gustan también. Pero por favor, vayamos a mi casa y charlemos allí.”
Tomé de la cintura a Julie y a Mary. Peggy y Betty caminaban a mi lado y reían. Atrás, había explotado un tanque con leche de cabra fermentada.

Continuará…

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