EL 26 DE NOVIEMBRE SE CUMPLEN 75 AÑOS DE CASABLANCA

El fracaso que entró en la historia del cine

En un ejercicio rápido, en cualquier reunión, si preguntáramos cuales son las cinco, las diez películas más ícónicas de toda la historia del cine universal, podríamos descontar que entre ellas estará Casablanca.
Pero, y eso ya no se sabe tanto, Casablanca es antes que nada una contradicción, una caprichosa casualidad donde se dieron cita todos los accidentes del mundo. Nada en esta modesta producción de la Warner que utilizaba los decorados originalmente pensados para otra película (The desert song, estrenada un año antes) la señalaban, no ya para la gloria, sino para algo más que simplemente lo ordinario.
Si hablamos del guion, cuesta trabajo identificar al verdadero autor de un texto manoseado, tomado de una obra de Broadway que jamás conoció el éxito.
También resulta trabajoso detectar la firma de un director que pasó más tiempo solucionando problemas de producción que dando forma a su particular visión de un amor sacrificial. Porque de eso se trata, ¿no? Bogart, un tipo bajo y ligeramente acomplejado por su edad y su incipiente calvicie, interpretaba su primer papel lejos del estereotipo de gánster despiadado. Ingrid Bergman, además de no ser la primera opción para el papel, se pasó media película con cara de póquer ante la imprecisión de un personaje que literalmente se fue construyendo a medida que avanzaba el rodaje. Todo ello por no hablar de que la canción de la que todo el mundo se sabe los dos primeros versos a punto estuvo de ser sustituida. No contaba con el visto bueno del irrefutable Max Steiner, compositor de la banda sonora.

Boda de brillantes

Y, sin embargo, y pese a todo, no hay quien le haga sombra. Así pasen 75 años de su estreno, el 26 de noviembre fue el día del debut, la pregunta sigue siendo por qué. ¿Por qué, en palabras de Umberto Eco, “una fotonovela-folletín, donde la verosimilitud psicológica es muy débil y los efectos dramáticos se encadenan sin demasiada lógica” nos puede y nos retrata con tanta precisión? ¿Qué hace que cualquiera que, en un momento dado, por necesidad o por simple despiste, haya caído en sus redes ya no encuentre la forma la liberarse de cada una de sus líneas definitivas de guión, de la caída de ojos de sus protagonistas o de la bruma de los sueños que la envuelven?
Un crítico de cine español alguna vez la definió como “un sueño compartido” y, de alguna manera, dio con la clave. En efecto, Casablanca la compuso el mismo autor que El Quijote y que La Ilíada. Su autor es el mismo que por primera vez se manchó las manos y decidió embadurnar con ellas primero la roca de un cueva y luego la imaginación de cualquiera de nosotros.
La duda siempre estuvo ahí. En 1982, el periodista y aspirante a guionista Chuck Ross decidió gastar una pequeña broma a la industria del cine. Bajo el título “Everybody comes to Rick’s”, o sea, el de la obra original de teatro, envió el libreto de Casablanca a 217 agencias dedicadas a cazar talentos. Introdujo, eso sí, algunas leves modificaciones como los nombres de los personajes, el lugar en el que situar la acción y el borrado de algunas de las frases míticas. Aparte de los 90 que ni se molestaron en leer un guión no pedido, sólo 33 reconocieron el chiste, el resto llenaron los márgenes del manuscrito con anotaciones del tipo: “Lea el manual de Syd Field”, “Demasiado diálogo”, “Historia increíble”, “Argumento delirante”… Y lo más paradójico, más allá de la poca cultura cinematográfica demostrada por los correctores, es que tenían razón. Sólo se les puede echar en cara que Syd Field, el que más ha hecho por sistematizar la escritura de guiones, sigue considerando el de Casablanca el mejor de la historia.

A los ponchazos

Repasar, aunque sea en un párrafo, la historia del libreto da la pauta. Se antoja prácticamente imposible dar con una persona a la que atribuirle el sagrado beneficio de la autoría. La idea original es cosa de la pareja profesional formada por Murray Burnett y Joan Allison. Ellos firman la obra de teatro en la que se fijó el productor Hal B. Wallis. Cuenta el primero de los autores que conocer la situación de los refugiados judíos en su luna de miel por Europa y, más concretamente, la amistad fugaz entablada con un pianista en Viena fue el desencadenante de todo.
A uno de los innumerables consultores de guión a los que les tocó dar su opinión le llamó la atención el carácter de Rick, definido como “dos partes de Hemingway, una de Scott Fitzgerald y una pizca de Jesucristo”. Los peculiares hermanos gemelos Epstein (los mismos que cuando el Comité de Actividades Antiamericanas les preguntó si habían pertenecido a alguna organización mafiosa o secreta contestaron que sí, que a la Warner Bros.) se encargaron de añadirle las mejores líneas; y siempre lo hicieron en clave tan cómica como ácida. Cuando se fueron de la producción, reclamados por Frank Capra, el encargo pasó a Howard Koch que se esforzó en construir un melodrama a distancia del humor corrosivo de sus predecesores. Faltaría Casey Robinson que, además de eliminar parte de la deriva pomposa de Koch, se encargó de construir la historia de amor. Por supuesto, hubo más y el hijo de Bogart no dejó pasar la ocasión en la biografía de su padre para recordar que muchos de los diálogos definitivos eran casi improvisados minutos antes de que Curtiz, siempre de los nervios ante tanto desorden, dijera “acción”.

Luz, cámara…

El propio rodaje, por apurar el cuadro, admite cualquier adjetivo menos el de sensato. Curtiz no paró un segundo de usar su inglés aproximado para molestar sin pausa a todo el mundo en general y a su ayudante Lee Katz muy en particular. Nunca llegó a tener en sus manos algo así como un guión definitivo. Para alguien que se consideraba a sí mismo antes que nada un artesano, un hombre de oficio, aquello era como la más fiel aproximación a su peor pesadilla. Y, sin embargo, se repuso al caos. Es más, lo hizo suyo hasta el punto de hacer brillar su talento en cada una de las dificultades. ¿Cómo conseguir que la maqueta de un triste avión mal construido luciera como una auténtica aeronave en la más crucial de las escenas que ha vivido el cine? Katz cuenta que la idea de contratar a unos enanos en la escena final para simular que estaban lejos con el avión fue de Curtiz. Y como ésa, todas y cada una de las soluciones que igualan la textura de la película a la de los propios sueños.
André Bazin, padre de la crítica francesa, otorga la autoría de la película al genio del propio sistema del Hollywood dorado. Y Eco, en un artículo ya mítico, localiza en ella todos los arquetipos eternos. Desde el mito sacrificial, al amor desgraciado pasando por la pasión viril o socrática (léase homosexual), todo está ahí. “Pero justamente porque están todos los arquetipos, justamente porque Casablanca es la cita de otras mil películas y porque cada actor repite en ella un papel interpretado otras veces, opera en el espectador la resonancia de la intertextualidad”, dice el italiano convencido de que “cuando todos los mitos irrumpen sin pudor alguno, se alcanzan profundidades homéricas. Dos clichés producen risa. Cien, conmueven”.
Casablanca es, en efecto, una Troya que se desangra en un conflicto crucial donde se dirime la suerte de la humanidad; tanto Rick como Ilsa regresan después de un gran viaje al principio de su amor como hiciera el mismo Ulises; todos en ese extraño lugar que es el bar de Rick se desviven por encontrar su particular vellocino de oro, y, por fin, sólo el sacrificio del amor, de lo más preciado, del dios más deseado, abre el camino de la libertad. Y de una bonita amistad, recuérdese. En efecto, Casablanca como El Quijote fue escrita por el tiempo, por nuestro tiempo. Y así hasta convertirse en la memoria de un sueño compartido.

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