Violencia y género, un ensayo sobre la “ceguera social”
Por Lazarillo de Tormes
Vivimos en una sociedad violenta. Un universo donde, entre otras cuestiones, días atrás un lamentable hecho de violencia de género tuvo lugar en la localidad de Trelew, donde un sujeto roció a su ex pareja con alcohol, delante de sus tres hijos, y amenazó con prenderla fuego; ello, bajo el reclamo de retomar la relación que ambos mantenían, tiempo atrás.
Consignas como “Ni Una Menos” giran en torno a una gran deuda social, aquella lucha constante de miles de mujeres por ver reconocidos sus derechos, algo que en primera instancia nunca debería haber de ocurrido, ya que “desde el vamos”, los mismos deberían haber sido garantizados.
Sin embargo, la historia fue otra, y lamentablemente, las distintas sociedades del país (y, por qué no, de gran parte del mundo) no logran corregir la visión simplista y cómoda, que apunta a que nadie luche por los derechos del Otro, mientras exista una organización, comisión o asociación que pueda hacerlo por uno; por ese mismo motivo, durante las manifestaciones en repudio a la violencia de género, tanto las del año pasado en Puerto Madryn, como las que tuvieron lugar este año, no se pudo observar a mucha más gente que amigos, familiares o conocidos de las víctimas, además de representantes de aquellos espacios institucionales independientes, que continúan emprendiendo una batalla cada vez más solitaria.
Tocando el timbre equivocado
En nuestro país, el abordaje respecto de la violencia de género se encuentra sesgado por cuestiones de opinión y “de forma”, más que por la discusión sobre cuántos fondos públicos se destinarán a prevenir una problemática, que deja una mujer menos en la sociedad, cada treinta horas.
En otros países, como en los Estados Unidos, a propósito de la “TrumpManía”, la “TrumpFobia” o la “TrumpTerapia”, también ocurrieron llamativos errores conceptuales, como por ejemplo, que varias agrupaciones feministas decidieran brindar su apoyo a Hillary Clinton, solo porque era la única candidata de sexo femenino en la contienda, sin reparar su verdadera idoneidad para ocupar el cargo.
Así las cosas, la mecánica no parece variar: ante un femicidio o un hecho violento motivado por la condición de género de la víctima, continuamos preguntándonos “cuándo acabará todo esto”, o bien por qué la tasa de asesinatos de mujeres, la mayoría de las veces a manos de su pareja o ex pareja, parecería aumentar, conforme vamos sumando años a nuestro calendario.
Estigmatizadas
La respuesta, corrigiendo un poco la perspectiva, parece radicar en que la violencia de género es una consecuencia de la violencia en sí misma, de una sociedad violenta que “lucha por los derechos individuales”, pero comete el grave error de pensar que dichos derechos son únicamente los propios y no los del colectivo social.
Por tal motivo, nos escandalizamos cuando la víctima de un crimen de género pertenece a la clase media, estudia, sale con sus amigos y lleva una vida muy parecida a la nuestra. Ahí surge la identificación, que hace pensar que “me podría haber pasado a mí, a mi esposa, novia, madre, etcétera”.
¿Por casa cómo andamos?
Por el contrario, cuando la víctima pertenece a una clase social con un mayor nivel de vulnerabilidad, o bien cuando la propia víctima mantenía una vida sexual activa, se prostituía o bien disfrutaba de la vida como cualquier individuo de la sociedad debiera permitirse hacerlo… creemos encontrar la respuesta, y la justificación de tal atroz acto. “Se movía en círculos muy oscuros”, “Mirá cómo estaba vestida”, y tantos etcéteras que podríamos continuar arrojando ad infinitum.
El problema es que, de tanto reparar en la víctima para tratar de hallar explicaciones, olvidamos reparar en el agresor y en aquello que genera la conducta femicida, o potencialmente femicida; ello es, aquella sociedad violenta de la que todos formamos parte, y de cuya violencia, en mayor o menor parte, somos un poco responsables. Tal vez de manera activa, o bien pasivamente, mientras observamos los horrendos crímenes del día a día en la pantalla de nuestro televisor y exclamamos, con el ceño fruncido: “Qué horror…”, arrastrando la “R” para agregar un poco más de drama.
El espejo no siempre devuelve sonrisas
Consecuentemente, continuamos alimentando aquella mecánica que arroja una víctima fatal de femicidio cada treinta horas (eran 36 hasta el año pasado), mientras nos preguntamos “qué está pasando” y por qué “no lo vimos venir”, a la vez que festejamos cada vez que se inaugura una nueva Comisaría de la Mujer, pero no cuando decrecen las estadísticas… que, por cierto, tampoco son demasiado difundidas, por decirlo de algún modo.
La respuesta a tantos “por qués” no está en otro lado que en el propio reflejo del colectivo social frente al espejo de la autocrítica, aquél que, como argentinos, tanto nos cuesta reconocer, pero que está allí, y continuará acompañándonos, hasta que dejemos de alimentar una sociedad violenta con la pasividad de quien no quiere involucrarse, o bien, lamentablemente, hasta que ya no quede nadie por quién luchar.