Entre varitas y cochecitos que se menean

Los Lampeduzza, después de que Atilio cobrara una vieja indemnización, salieron de viaje a Estados Unidos. Así que, junto a su esposa Carmen y sus dos hijos, Albina de 17 años, a la que le dicen Blanquita, y Ramirito, de 6 años, lograron cruzar el continente sin ningún incidente internacional de importancia y ya recorren las doradas e incautas tierras de Orlando.

Carmen leyó alguna vez, en la espera de la peluquería, que los viajes largos le provocaban jet lag a las personas y se había reído de los problemas de esa pobre gente que se le alteraba el sueño por conocer países lejanos. A las seis de la mañana ya no se reía tanto cuando Ramiro le empezó a saltar sobre la cama, Albina había puesto tan fuerte los auriculares que la música de Shakira bañaba todo el cuarto y Atilio se había pegado a la ventana a mirar vaya a saber uno que haciendo un extraño ruido con la boca. Los Lampeduzza habían amanecido en Estados Unidos.

diario 03
-Ya que estamos despiertos podemos aprovechar para llegar temprano al parque de diversiones… -dijo inocentemente mientras se acomodaba sobre la almohada, y jamás se dio cuenta cómo fue que todos terminaron en el desayunador, con los dientes a medio lavar, los pelos en pleno exorcismo y la ropa del revés.
– … y a la noche ir al shopping como me prometiste- terminó de decir mientras Atilio se sentaba con un plato donde había puesto un panqueque, rociado con melaza, dos lonjas de panceta frita, media banana también frita y coronando la torre una dona con glaseado rosa y chispas multicolores.
– ¿Pensás sobrevivir hasta el almuerzo?
– ¿El desayuno no estaba incluido en el precio del hotel, acaso?
– Sí, Atilio, lo que no está incluido es el servicio de ambulancias ni el de pompas fúnebres.
– No seas exagerada, Carmen, ni que fuera mucho que me comiera dos platos de estos…
– ¿Dos…?
Entraron casi primeros al parque de Universal, Carmen había comprado un paquete de dos días que les permitía entrar una hora antes que el resto y fueron derecho al sector de Harry Potter, a pesar de los reclamos de Atilio, que seguía con su discurso que Rowling había plagiado desde el Señor de los Anillos hasta a Shakespeare para hacer su libro.
– Cortala, Atilio, estamos en Orlando, la idea es que nos divirtamos, no hacer un piquete en el castillo de Howarts.
Aunque el verdadero piquete fue el de Ramiro, que cuando pasaron frente a la tienda de Olivander, donde venden las varitas, no avanzó un paso más hasta que no erogaron los dólares suficientes para hacerse de una.
– A ver, Ramirito, vos entendés que esas varitas son un cacho de plástico que las fabrica una máquina de estampado, ¿no?
– Atilio, dejá de romperle la ilusión al chico.
– No es romperle la ilusión, Carmen, pero estos tipos te la cobran como si realmente esas cosas conjuraran fantasmas y lo único que hacen es…
– ¿Cuál querés, Ramiro?
– Pero, Carmen, primero habría que…
– ¡La de Harry! ¡No, la de Voldemort! ¡No, la de Ron! ¡No, mejor la de Gandalf!
– Gandalf no es de Harry Potter, enano tonto- habló por primera vez Albina.
– ¿Ves? ¿Ves que la mina afanó de todos lados? Hasta los chicos se confunden…
– Atilio, da gracias que realmente estas varitas no sean mágicas porque te juro que te hacía aparecer en Azkaban.
Horas después, Carmen se arrepentiría en silencio de la compra de la bendita varita, que no habría sido de un hechicero de verdad, pero mágicamente Ramirito fue insertando en cuanto glúteo de turista obeso se cruzó durante el día.
Bajaron y subieron de todas las atracciones, los grandes disfrutaron como chicos y los chicos se rieron como nunca.
De repente, Atilio miró hacia arriba y se quedó en un silencio expectante.
– ¿Qué te pasa, Atilio?
– Yo sé que puede sonar medio pavo, pero quiero ir a eso -dijo señalando una inmensa montaña rusa verde.
– La verdad, suena medio pavo, especialmente por la baba que te está empezando a correr por el cuello, Atilio, no es necesario, te juro que no es necesario.
Al llegar a la entrada les dijeron que la montaña rusa de Hulk, que de ella se trataba, sólo estaba habilitada para personas que superaran el metro y medio de altura.
– ¡Pero yo soy más alto que metro y medio!- protestó con un grito Atilio.
– Sí, querido, pero Ramiro no.
– Ah… Bueno… Que se quede…
– ¿Solo?
– No, yo me quedo con él, ni pienso subir a eso- dijo desde atrás Albina, en su segunda intervención en el día.
– ¿Estás segura, amor?- le preguntó Carmen, pero fue interrumpida por Atilio: -¿Cómo?¿Vos vas a venir?
Carmen se dio vuelta y le respondió que sí, que por qué no, que ella también tenía derecho a disfrutar la misma estupidez que cualquiera. Atilio asintió en silencio, le dio la mochila con los sánguches a Albina, un beso a Ramiro y encaró resuelto a la entrada.
Al rato, en la puerta del baño de caballeros:
– ¡Atilio! ¿Estás bien? ¡Atilio!
– ¿Qué le pasa a papá, mamá?- preguntó Ramirito mientras pinchaba a un japonés con la varita.
– Nada, Rami, a algunos no les combina bien la panceta frita y las montañas rusas… ¡Atilio! ¿Estás bien? ¡Atilio!
(Continuará)

Por Javier Arias
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