Entre la playa y los cangrejos
Los Lampeduzza, después de que Atilio cobrara una vieja indemnización, salieron de viaje a Estados Unidos. Así que, junto a su esposa Carmen y sus dos hijos, Albina de 17 años, a la que le dicen Blanquita, y Ramirito, de 6 años, ya disfrutaron dos días en el parque de diversiones de Universal en Orlando y se disponen a pasar un día en las doradas playas de Miami.
El viaje recién comenzaba, ya habían pasado dos días maravillosos (Atilio tendría, en cualquier balance, ciertas reticencias sobre el segundo día) en Orlando y en el parque de diversiones de los estudios Universal y se disponían a manejar nuevamente hasta Miami, para pasar un día de relax de playa antes de volar hacia la costa oeste.
Luego de cuatro horas en la ruta, llegaron al hotel de Miami. Atilio no entró con el coche, lo detuvo en la vereda de enfrente.

– ¿Qué hacés Atilio? ¿Pensás bajar las valijas acá y caminar?
– No, pero ¿vos estás segura que este es nuestro hotel?
– Sí, Atilio.
– Pero es un Sheraton, Carmen.
– Sí, Atilio, es lo que dice en ese cartel enorme arriba de la puerta.
– Carmen, ¿vos estás segura que este es nuestro hotel? -le repitió Atilio mientras se agachaba para mirar por la ventanilla de ella hacia las ventanas del primer piso.
– Atilio, canjeé las millas que nos dieron por los pasajes aéreos por una estadía en el Sheraton del aeropuerto de Miami, ¿estás más tranquilo?
– ¿Vos decís que no lo pagamos?
– Sí, lo pagamos, con millas aéreas, Atilio, no pienso ponerme a explicarte ahora cómo se acumulan millas, ¿podrías entrar que me estoy meando?
– Bueno, tampoco es necesario que seas guaranga- le contestó Atilio mientras daba una mirada hacia atrás, pero Albina estaba en su mundo de auriculares y Ramiro, como era lógico después de haber roto las tarlipes durante las cuatro horas de viaje ahora dormía el sueño de los justos. Pero ni bien entraron al lobby con las valijas, se despertó y salió corriendo hacia el ventanal del fondo al grito de: «¡Pileta!».
Todavía no estaba lista la habitación, así que dejaron a los chicos en el agua, con la promesa de Albina de evitar que Ramiro se ahogara ni ahogara a nadie, y fueron a devolver el coche de alquiler.
Almorzaron unas hamburguesas y luego de asesorarse, caminaron hasta la terminal frente al hotel y se tomaron el colectivo 150 que los dejó en South Beach, para pasear por la playa.
Ya estaba atardeciendo, así que no pudieron meterse al agua, aunque no fue fácil retener las ansias, por decirlo cortésmente, de Ramirito por hacerlo.
Después caminaron por las avenidas Lincoln, Collins y Washington y le robaron internet a cuanto Starbucks se cruzaron…
Hacia la noche, Carmen le dijo a Atilio que esa noche quería cenar cangrejos. Atilio la miró como si de repente su esposa de toda la vida se hubiera transformado en una jirafa a rayas.
– ¿Cangrejos? ¿Cenar cangrejos? ¿Vos te volviste loca o también tenés millas aéreas para eso?
– Atilio, sos incorregible, estamos en Miami, comer cangrejos acá es como comer un bife en la Pampa, además conseguí un restaurant que al costado tiene un puestito para delivery que tiene unas mesitas para comer de parado y no es nada caro.
– Ah bueno, si es así…
– Paren un poquito…
La vos de Albina los sorprendió, la voz de Albina siempre los sorprendía, convengamos que no era una chica de palabra fácil.
– ¿Ustedes están hablando seriamente que van a comer esa porquería que tiene carcaza, ocho malditas patas, camina para atrás y huele a rayos?
– Sí, Blanquita, se llaman cangrejos.
– ¡Ni pienso! ¡Ni loca! Yo no voy a meterme en la boca algo que tiene pinzas, ustedes son un asco.
Afortunadamente para Carmen, en Joe´s Crab, que era donde iban, también tenían pollo, pero cuando Albina por fin se sentó a comer fue buena madre y no le recordó que estaba cenando algo que tenía espolones y cresta.
Mientras tanto, ella y Atilio dieron cuenta de diecisiete pinzas de cangrejo, que más allá de la cara de pavor de sus hijos y la primera aprehensión de Atilio, descubrieron que si en el paraíso había buffet libre, no podía ser de otra cosa que de cangrejos de Miami.
Volvieron en el mismo colectivo, para pegarse una ducha y dormir apenas tres horas, porque el avión, -les llegó un mail a la cuenta de Carmen, que revisaron cuando pasaron por el decimoquinto Starbucks-, se había adelantado dos horas y salía a las 5 de la mañana.
(Continuará)
Por Javier Arias
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