Conquistando el lejano oeste

Por Javier Arias
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Los Lampeduzza, después de que Atilio cobrara una vieja indemnización, salieron de viaje a Estados Unidos. Así que, junto a su esposa Carmen y sus dos hijos, Albina de 17 años, a la que le dicen Blanquita, y Ramirito, de 6 años, ya pasaron por Orlando, una tarde en Miami y se están por subir a un avión para la costa oeste.

En casa, despertar a todos, a eso de las siete para ir al colegio es una tarea que Carmen detesta, bien podría haber sido uno de los doce trabajos de Heracles, piensa, porque está convencida que quitarle la piel al león de Nemea, robarle el cinturón a Hipólita o domesticar a Cerbero (que cuando se enfrenta a los ronquidos de Atilio le parece una mascota faldera adorable) no podía ser peor que rescatar a su familia de las garras de Morfeo…
Sí, se había despertado un tanto mitológica Carmen esa mañana.
La cosa es que, a fuerza de mimos, empujones, besos y uno que otro cachetazo había logrado parar a los tres en el lobby del hotel a las cinco de la mañana. Aunque parados es una forma elegante de describir el conjunto que miraban entre divertidos y curiosos los botones; formaban un cuadro un tanto lamentable, apoyados unos en otros, y los otros en las valijas, pero algo es algo.
El viaje fue, como era previsible con ese despertar helénico, una verdadera odisea. A las tres horas, Ramirito hizo la pregunta del millón: «Má, ¿qué hay de comer?». Carmen lo miró a Atilio, Atilio la miró a Carmen.
– ¿En este avión te dan de comer?
– Ni idea, Carmen.
– Pero, en todos los aviones te dan de comer, ¿no?
– Carmen, es la segunda vez que me subo a un avión y la primera lo hice con vos hace tres días…
– Preguntemos entonces.
– ¿A quién?
– A quién va a ser, Lito, a la azafata.
– Pero yo ya la escuché, habla todo en inglés…
Pero justo en ese momento los interrumpió la susodicha, que arrastraba un providencial carrito lleno de bebidas y, esperaba Carmen, delicias para hincar el diente. Cada uno pidió su bebida y la amable señorita les dejó una bolsita de maníes a unos y mini pretzels a otros, y así como había llegado, desapareció.
– ¿Qué es esto, Carmen?
– Maníes, Atilio.
– Esto es lo que le tiro adentro al vaso de cerveza, Carmen.
– ¿Querés que le pida cerveza a la señorita así los mojás?
Pero la discusión no prosperó, Ramiro decidió expresar su disconformismo con el exiguo menu de la aerolínea usando los maníes como proyectiles, focalizando tanto su atención como su precoz puntería en el gordo pelado dos filas adelante. Hecho que, a decir verdad, no encontró muy divertido el pelado en cuestión.
Mientras tanto, Albina, apoyada en la ventanilla, ajena a todo detrás de sus auriculares, sonreía suavemente mientras descubría el cartel de Hollywood que se recortaba en la ladera verde entre las nubes.
El aeropuerto estaba en plena ampliación, los pasillos, ya de por sí laberínticos de todo aeropuerto se retorcían aún más con mamparas improvisadas, andamios y obreros latinos. Finalmente, y luego de más de dos horas de un derrotero sumamente olvidable, los Lampeduzza se subieron a un auto que olía a nuevo y partían hacia las doradas playas del suroeste de Estados Unidos.
La idea era ir al hotel de San Diego, pero el rugido de los estómagos, que las dieciséis bolsitas de maníes que habían incautado de la azorada azafata no había aplacado, los llevó directo a un almuerzo muy tardío en un pueblito llamado La Jolla, donde se devoraron medio lobo marino a la plancha.
Ya de vuelta en la ruta, Atilio no paraba de agradecerle a la señorita del GPS, que no sólo hablaba con dulzura un tanto mecánica, sino que efectivamente le marcaba con presteza el camino, dos características que a esta altura del día contrastaba diametralmente con el tono perentorio de voz de Carmen.
Al llegar al hotel, Atilio estacionó frente a la entrada, bajó todas las valijas mientras Carmen controlaba el impulso primitivo de Ramiro de tirarse al mar y Albina buceaba en su celular buscando una wifi para colgarse. Tras una catarata de sudor, llegó hasta el mostrador, arrastrando un carro repleto de bolsas y valijas. La simpática señorita, que, como era de esperar, hablaba un correctísimo e inentendible inglés, después de chequear la reserva le dijo que su habitación estaba en el último módulo, a unas diez cuadras de distancia. Atilio miró primero a la atildada señorita, luego a la montaña de valijas, nuevamente a la señorita y cuando estaba a punto de responderle intervino Carmen, evitando una vez más una condena de entre dos y tres años en una prisión estatal de California.
A las seis de la tarde, cenaron tacos en la habitación y Atilio se durmió abrazado a Ramiro, mientras le chorreaba salsa picante sobre el pecho.
(Continuará)

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